Desde la Antigüedad, la teoría de que el universo es eterno, carente de principio ni de final, se consideraba como una formulación encubierta del ateísmo, pues eliminaba aparentemente el concepto de Creación. A principios del siglo XX esta teoría, si bien no fue totalmente refutada, sufrió un grave quebranto. Las observaciones astronómicas, por un lado, confirmaron el hecho de la expansión del universo, es decir, que en contra de la aparente inmutabilidad del firmamento, el universo es inestable. Por otro lado, la teoría de la relatividad general de Einstein, implicaba que en el universo debía haber en efecto, tal y como indicaban las observaciones de Hubble, alguna clase de principio que contrarrestara la fuerza gravitacional. De ahí surgió la teoría del Big Bang, o Gran Explosión, que se supone se encuentra en el origen del universo. No es de extrañar que la Iglesia viera con buenos ojos esta concepción, que parecía desterrar definitivamente la idea de un universo eterno, en el que no había lugar para un Creador.
En realidad, la teoría del Big Bang no es incompatible con algún tipo de concepción cíclica, lo que permitiría sostener la eternidad del cosmos. Pero es que ésta a su vez no es lógicamente incompatible con la idea de un Dios cuyo acto creador se hallase fuera del tiempo, como pensaba San Agustín. La lección que podemos sacar de estas especulaciones es que siempre se precipitará quien quiera extrapolar los resultados de la ciencia más allá de su ámbito, sea para defender o para refutar la existencia de un ser trascendente.
Algunos filósofos aficionados a la ciencia, así como algunos científicos aficionados a la filosofía, defienden que de la teoría de la evolución de las especies se deduce la inexistencia de Dios. Involuntariamente, el movimiento creacionista les da la razón cuando pretende sustituir el darwinismo por una supuesta teoría científica basada en el Génesis. En ciencia no existen teorías definitivas, pero de momento no hay en el horizonte nada que pueda hacer mínimamente sombra a la monumental aportación de evidencias empíricas publicadas por Darwin, así como a los progresos posteriores de disciplinas tan distintas como la geología, la paleontología o la biología molecular, que estaban en mantillas o no existían en tiempos del gran naturalista inglés. Pero una vez descartada la creación separada de las especies, de ello no se deduce, ni remotamente, la imposibilidad de un acto creador único del universo. La idea de que la ciencia ha ido acorralando progresivamente los ámbitos en los que podía defenderse la intervención divina, no se corresponde exactamente con la realidad. Lo que se han desmontado son los argumentos falaces que pretendían demostrar la hipótesis deísta basándose en los limitados o erróneos conocimientos de cada momento. Pero esto vale para los que proceden igual con la tesis opuesta.
A medida que nuestros conocimientos en cosmología y en física cuántica avanzan, somos conscientes de que el universo es mucho más extraño que todo lo que podíamos imaginar. En tiempos en que el sistema de Newton parecía justificar una confianza ilimitada en la capacidad de la razón, el filósofo David Hume ya advirtió sobre la endeble naturaleza del conocimiento humano, y lo cierto es que dos siglos y medio después, los impresionantes descubrimientos científicos que se han sucedido nos invitan más a la perplejidad que al ingenuo racionalismo del siglo XVIII.
Dejando de lado el cientifismo vulgar, debe admitirse que el concepto de Dios plantea problemas filosóficos insoslayables. El primero es el problema del mal. Este tiene dos procedencias, la natural y la humana. El dolor producido por el hombre puede explicarse como una consecuencia inevitable de la libertad humana. Ser libre implica poder hacer el mal y poder equivocarse. En cambio, el sufrimiento originado por las enfermedades, las catástrofes naturales, etc, tiene más difícil explicación. Si Dios es omnipotente, se indignó Voltaire, ¿por qué permitió el terremoto de Lisboa, en el que murió una tercera parte de sus habitantes, el día de Todos los Santos de 1755? El segundo problema es el teleológico, o finalista. Spinoza lo planteó así: “Dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto.” Ahora bien, señala el filósofo, “si Dios actúa con vistas a un fin, es que... apetece algo de lo que carece”, lo cual se contradice con su infinita perfección.
Las soluciones, en mi siguiente post. No os lo perdáis.