No tengo empacho en declarar que la palabra transgresión no me gusta. El término fue puesto en circulación por Georges Bataille, aunque en su vulgarización sesentayochista ha perdido el significado que le diera este pensador. Lo cuenta Sebreli en El olvido de la razón, Debate (2007), pág. 253.
Hoy se vive fenomenalmente bien de la retórica de la transgresión, las subvenciones no le faltan a todo aquel "artista" o personaje mediático que se apunta a transgredir lo que sea -con tal de que no incomode al poder, claro está. Desde la propia escuela ya enseñan a los niños a ser "transgresores", "críticos", etc... en la dirección adecuada.
Sin embargo, como tenía bien claro Bataille, la transgresión va unida a la prohibición. Sin la segunda, no puede haber la primera. El hedonismo imperante, que reclama el reconocimiento de todas las formas de placer, puede llegar a tener el efecto paradójico de acabar con uno de los placeres más antiguos: el de lo prohibido.
Esta reflexión me lleva a enlazar con otra, de carácter más genérico. Decía Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que los grandes autores liberales del XIX, como Stuart Mill o Spencer, no defendían la libertad del individuo porque interesara a éste, sino porque ello era lo más conveniente para la sociedad. Nótese que esa observación orteguiana podría extenderse incluso a Friedrich Hayek, el mayor pensador liberal del siglo siguiente. En su último libro, La fatal arrogancia, afirmaba que la crítica esencial contra el socialismo es que se trata de un error de hecho, es decir, que al sacrificar al individuo en aras de la sociedad, ni siquiera consigue lo que promete, que es beneficiar a ésta. El utilitarismo no yerra porque defienda la felicidad del mayor número, sino porque en su plasmación concreta ha tendido a olvidar el largo plazo, ignorando los efectos contraproducentes de sus simplistas propuestas, como ya expuso Spencer.
Ortega, que era muy dado a anticipar nuevas tendencias, pero sin desarrollarlas, avizoraba un nuevo liberalismo mucho más radical, que empezara y terminara en el individuo, es decir, que desdeñara olímpicamente las preocupaciones colectivas.
Ahora bien, ¿en qué podría consistir la formulación teórica de ese liberalismo radical? No desde luego en una transformación de la sociedad, dado que de entrada se rechaza cualquier tipo de inquietud por el conjunto. En realidad, toda teorización ético-política es un intento de justificación ante los demás, por lo que en sí misma parte de descartar cualquier opción individualista extrema. El liberalismo absolutamente purgado de reflexión social es un enunciado contradictorio, una pretensión tan quimérica como la cuadratura del círculo que los geómetras persiguieron vanamente durante siglos. Una cosa es decir que el socialismo hunde sus raíces en el liberalismo del siglo XIX, y otra que en el fondo, el liberalismo ya fuera socialismo. A no ser que caigamos en la insostenible posición de llamar socialismo a todo intento de mejora de la sociedad. (En este sentido, lo de "liberalismo social", o bien es una chapuza teórica, o bien una simple redundancia, pues toda ideología política implica un concepto u otro de sociedad.)
Por supuesto, el liberalismo radical, si lo pensamos bien, en la práctica siempre ha existido. Siempre ha habido individuos que han intentado hacer lo que les dictaba su propia subjetividad, más allá de las normas vigentes en un tiempo y un lugar concretos. Transgresores, por tanto. Según la naturaleza de sus actos, y a veces según la época desde la cual se les ha juzgado, se les ha considerado o bien genios o bien criminales. De ambas categorías ha habido ejemplos, indiscutiblemente.
Los trangresores a veces han beneficiado a la humanidad, en efecto. Pero ellos se han beneficiado de que hubiera normas. Por supuesto, existen normas mejores y peores. Pero incluso cuando nos saltamos las del segundo tipo, estamos poniendo en entredicho todas las normas en general. Las leyes y las costumbres evolucionan, qué duda cabe, pero mucho menos debido a genialidades individuales que por un proceso secular del que apenas somos conscientes. A pesar de la mitología romántica erigida sobre el motivo de la transgresión, lo cierto es que la mayoría de las veces, es mayor el daño que causa cualquier violación de la ley o la tradición, que el beneficio que supuestamente pueda aportar en un caso particular. Como dijo David Hume:
"La avidez y el partidismo de los hombres introducirían rápidamente el desorden en el mundo si no se vieran refrenados por algunos principios generales e inflexibles."