Sin embargo, este discurso, pronunciado con motivo del 60 aniversario de la fundación del Estado de Israel, es mucho más importante por sí mismo que no por ninguna polémica artificial y mezquina que quiera basarse en él.
Tras las cortesías de rigor, Bush empieza felicitando en hebreo el día de la independencia nacional a los diputados de la Knéset, que reaccionan aplaudiéndolo puestos en pie. El presidente americano prosigue con unas palabras de recuerdo para Ariel Sharon, al que se refiere como “un amigo”, y se extiende trazando un paralelismo, lleno de referencias religiosas, entre los pueblos de Israel y los Estados Unidos, cuya alianza considera “indestructible”. De nuevo vuelve a poner en pie al parlamento al proclamar solemnemente:
“Ciudadanos de Israel: Massada [la Numancia israelí] nunca volverá a caer, y América estará a vuestro lado.”
Entra entonces el discurso en su parte central, que es una lúcida crítica del relativismo, y una defensa de la universalidad de los valores de la libertad individual y la democracia, alejadas por completo de la corrección política al uso. Para Bush existen unas convicciones morales claras, que deben estar por encima de las encuestas o de las opiniones cambiantes de unas “elites internacionales”. Por ello, critica sin ambages a la ONU por sus resoluciones contra Israel y condena el antisemitismo, tanto en su forma más descarnada como en otras más disfrazadas. Y pasa a exponer su visión de la lucha contra el terror en los siguientes términos:
“Es más que un choque armado. Es un choque de visiones, una gran lucha ideológica. En un lado están quienes defienden los ideales de justicia y dignidad con el poder de la razón y la verdad. En el otro quienes persiguen una mezquina visión de crueldad y control mediante el asesinato, el terror y la difusión de la mentira.”
Algún escéptico dirá: “Ya, la historieta habitual de buenos y malos”. Pues bien, como si el presidente Bush hubiera escuchado una objeción similar, a continuación lo aclara para que no haya lugar a dudas:
“Esta lucha se libra con la tecnología del siglo XXI, pero en esencia es una vieja batalla entre el bien y el mal.”
No debemos dejarnos engañar por el manto religioso con el que justifican sus crímenes los terroristas:
“Nadie que reza al Dios de Abraham pondría un chaleco suicida a un inocente niño (...) o estrellaría aviones contra edificios de oficinas llenos de trabajadores desprevenidos (...) Los hombres que llevan a cabo esos actos de salvajismo no tienen otro objetivo que su propia ansia de poder. No aceptan a otro Dios que a ellos mismos. Y por ello guardan un odio especial hacia los mayores defensores de la libertad, incluyendo americanos e israelíes”
Muchos europeos (y no pocos norteamericanos) se ríen con petulancia del lenguaje moralista de George Bush, como lo hacían de Ronald Reagan cuando hablaba del “imperio del mal”; vamos, como si se sintieran intelectualmente por encima del bien y del mal. Se trata de una postura de una frivolidad suicida, pero que lamentablemente parece refractaria a toda experiencia, salvo cuando ya es demasiado tarde. Bush cree que mucha gente “buena y decente” es incapaz de imaginar que pueda haber mentes tan malvadas, y por ello se dejan engatusar por sus palabras, tratando de encontrar una explicación, una respuesta a la pregunta “¿por qué nos odian tanto?”, como peligroso paso previo a pensar que esos criminales podrían tener parte de razón. Surgen entonces todas esas “explicaciones” causales, en torno a la “pobreza” o el conflicto palestino, que los islamistas, sin dejar de exponer con toda claridad sus verdaderos objetivos de dominación mundial, se apropian con elemental pragmatismo, probablemente sorprendidos por la estolidez de unos enemigos que les regalan con argumentos extras. Estas teorías son complementarias de la del “malentendido”, de que todo se trata, en el fondo, de un problema cultural de comunicación:
“Algunos parecen creer –dice Bush– que se puede negociar con terroristas y radicales, como si algún ingenioso argumento pudiera persuadirles de que han estado equivocados todo el tiempo.”
Y aquí cita las palabras de un senador norteamericano que en 1939, tras la invasión de Polonia, llegó a afirmar estúpidamente que hablando con Hitler, él hubiera podido evitarlo. Por lo visto, el senador Barack Obama se ha dado por aludido (por algo será), y de ahí la ridícula polémica que ha dejado en segundo plano lo verdaderamente importante del discurso.
“Algunos creen –prosigue Bush– que si los Estados Unidos rompen sus relaciones con Israel, todos nuestros problemas en Oriente Medio se esfumarán. Es un cansino argumento tomado de la propaganda de los enemigos de la paz, que América rechaza por completo. La población de Israel está en torno a los 7 millones, pero cuando se trata de enfrentarse al terror y al mal, se trata de 307 millones, porque los Estados Unidos de América están con vosotros.” (Otra vez los diputados se ponen en pie para aplaudir).
Tras proclamar el presidente americano su resuelta oposición a que Irán se haga con armas nucleares, resume su propuesta para combatir el mal, que consiste en tratar de extender la democracia y los valores de libertad y justicia, que emanan de “Dios Todopoderoso” (o si se prefiere, en un lenguaje laico, que son universales).
“Debemos enfrentarnos –sentencia Bush– a ese relativismo moral que ve toda forma de gobierno como igualmente aceptable y en consecuencia condena a sociedades enteras a la esclavitud.”
Difícilmente se puede formular una crítica más rotunda de la “alianza de civilizaciones” promovida por Zapatero. Creo que el dirigente español tiene muchos más motivos para sentirse aludido por el discurso de George Bush que no el propio Obama.
Ya en la recta final de su discurso, el presidente Bush se lanza a imaginar el futuro dentro de otros 60 años, cuando Israel celebre el 120 aniversario de su fundación. Traza un cuadro idílico de un Oriente Medio democratizado (incluyendo un Estado palestino), en el que por fin el Estado judío puede vivir en paz entre sus vecinos. Parece una utopía, pero de nuevo el orador echa mano de las lecciones del pasado: ¿No hubiera parecido también descabelladamente optimista afirmar, durante la Segunda Guerra Mundial, que seis décadas después, un país como Japón, que lanzaba a sus pilotos suicidas contra los buques norteamericanos, sería una democracia avanzada y uno de los principales aliados de Estados Unidos?
Se le podrá reprochar su excesivo optimismo, pero al menos se reconocerá que el líder americano tiene una visión clara del camino a seguir. La libertad y la democracia tienen en el islamismo un enemigo absolutamente decidido e inflexible. Si nosotros, los occidentales, vacilamos, no mostramos una resuelta decisión de signo opuesto, en defensa de los valores que emanan de la dignidad del ser humano, lo cual pasa por derrotar a nuestros enemigos, sencillamente estamos perdidos.
Por eso, el discurso de George Bush en la Knéset me parece memorable, porque dice la verdad, pese a que muchos desearían no oírla, como si en lugar de tratar de descubrir cuál es la verdad, se preguntaran más bien, al igual que Pilato ante Jesús: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18:38).