Mis hijos son todavía pequeños para recibir la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Con un poco de suerte, cuando tengan la edad suficiente, habrá sido suprimida. De todos modos, como me gusta formarme mi propia opinión de las cosas, me he hecho con un libro de texto de 3º de Eso, de la editorial Barcanova, titulado Ciutadania, en catalán. (En adelante, todas las citas del libro son traducidas.)
El primer capítulo, titulado “Somos iguales, pero no idénticos”, arranca con el concepto de la evolución humana, para distinguir entre nuestro patrimonio genético y el cultural. En un estilo de vaguedades y generalizaciones tan difíciles de objetar como perfectamente insípidas, se le hurtan al alumno algunas consideraciones mínimas sobre lo que conocemos de la naturaleza humana y nuestro larguísimo pasado de cazadores-recolectores, sobre nuestras tendencias innatas a la cooperación, pero también a la agresividad, la territorialidad, etc. Nos encontramos ya de lleno desde el primer capítulo en el País de lo Políticamente Correcto, preparados para asimilar la tesis de que todo mal procede de la sociedad, y todo conflicto puede solucionarse simplemente mediante la educación y el diálogo, confundiendo, en suma, bondad con buenismo. Así, “estaremos [gracias a las relaciones interpersonales] en condiciones de establecer críticas, juicios y valores para aportar a la sociedad y quizás modificarla” (pág. 12). Me pregunto si hablar de modificar la sociedad antes de entrar en el análisis de sus imperfecciones no equivale acaso a consagrar el cambio por el cambio, a hacer de él un valor en sí mismo, a halagar interesadamente a los adolescentes a los que va dirigido el texto, aunque carezcan de la menor experiencia acerca de lo que realmente debe cambiarse, y de la prudencia con la que debe enfocarse toda reforma, por bienintencionada que sea (¡sobre todo cuando lo es!). El caso es que, una vez establecido el rol de buen chico progresista que se espera de los alumnos, ya puede ser introducida la siguiente definición de la familia: “Es la unidad social formada por un grupo de individuos ligados entre ellos por relaciones de matrimonio, parentesco o afinidad” (pág. 13). Desafío al lector a que imagine algún tipo de agrupación que no encaje dentro de esta definición. Si se quiere que los homosexuales puedan adoptar niños –sin preguntarles a estos últimos, por lo visto- dígase bien claro, no se les lave el cerebro a los adolescentes para desarmarlos conceptualmente antes de que adivinen lo que les quieren colar. El capítulo, en fin, termina con unas poéticas palabras sobre “los hombres y mujeres” que “han decidido agruparse en diferentes organizaciones... para protestar, denunciar y poder cambiar estructuras y maneras de hacer y mejorar las condiciones de vida de la sociedad” (pág. 18). La foto, un cartel de Greenpeace, con la leyenda “Stop CO2. No más centrales térmicas”. ¿Qué hay de malo en el hecho de que a jóvenes de quince años se les ponga Greenpeace como ejemplo? –se preguntará más de uno. El problema es que libros como éste se imponen con la finalidad de que a los futuros adultos ni siquiera se les plantee esa posibilidad de “establecer críticas, juicios y valores” (son sus propias palabras) que no sean los homologados por el seudoprogresismo imperante.
¿Soy demasiado puntilloso? Tanto el primer capítulo, como el segundo, del que ahora paso a ocuparme, deben valorarse en función del contenido restante del libro. Espero demostrar que su sesgo ideológico es evidente. El capítulo 2, quizás el único con material aprovechable, está consagrado a los derechos humanos. Con un enfoque positivista, se expone someramente su historia desde el siglo XVIII hasta nuestros días, enfatizando el papel de las Naciones Unidas, y poniendo al mismo nivel los derechos a la vida, la libertad y la libertad de expresión, con los llamados derechos de segunda y tercera generación (socioeconómicos y colectivos, respectivamente) como serían el derecho al trabajo, a gozar de un nivel de vida adecuado, a una vivienda digna, la salud y la educación, así como los derechos a la paz, la autodeterminación, el desarrollo sostenible y el patrimonio común de la humanidad. En mi opinión, por mucho que lo diga la Onu, sólo son verdaderos derechos los llamados de primera generación (al que añadiría como fundamental el de propiedad), porque son los únicos que realmente protegen al individuo frente a la arbitrariedad de otros individuos, incluidos los gobernantes. En cambio, la larga y siempre ampliable lista de desiderátums socioeconómicos y colectivos que se pretenden hacer pasar por derechos, cuyo cumplimiento requiere el empleo de recursos sin cuento, es el gran caballo de Troya de los Estados para penetrar en la ciudadela de los verdaderos derechos, esas formalidades burguesas que se interponen en el camino del paraíso terrenal. Nuestros educadores lo dicen más finamente que yo, por supuesto: “Los estados tienen el deber de respetar estos derechos y garantizarlos, pero también tienen el deber de actuar de manera activa (sic) a fin de que los ciudadanos los puedan ejercer plenamente” (pág. 31). Esto conecta directamente con el capítulo 4, “Democracia y Estado social democrático y de derecho”, aunque antes, en el capítulo 3, se nos habla de las desigualdades. Sin entrar a fondo en las causas de la pobreza, se sugiere que el problema del Tercer Mundo es el de la “dependencia económica” (pág. 45), forma sibilina de culpar a los países ricos, y... ¡la deslocalización! (pág. 50) Pues, ingenuo de mí, yo creía que la deslocalización era un problema de los países desarrollados, mientras que los más pobres se beneficiaban de que las empresas quieran instalarse en ellos por sus bajos salarios. Es decir, que la deslocalización, como uno de los fenómenos constitutivos de la globalización, era una manifestación de que los países más atrasados también pueden progresar, sobre todo cuando aplican políticas liberales que animan a la inversión y proporcionan seguridad jurídica. Pero el concepto que tienen nuestros pedagogos de la globalización no es demasiado favorable que digamos. Ya en el cuarto capítulo, que es una apología franca del Estado Providencia, se imputa a la globalización de ser el instrumento de “las grandes compañías trasnacionales y los organismos económicos y financieros mundiales”, que “determinan las condiciones de vida de millones de habitantes del planeta sin que nadie los haya elegido y, por tanto, sin tener legitimidad democrática” (pág. 63). De lo que se deduce que si se tiene legitimidad democrática, entonces sí es válido determinar la vida de las personas.
Llegamos así a la apoteosis del capítulo 5, dedicado a la sociedad de consumo, que se caracteriza como aquella en la que los individuos, eternamente insatisfechos como consecuencia del bombardeo publicitario, tienden a consumir cosas superfluas, originando la destrucción del medio ambiente y las grandes desigualdades económicas (pág. 81). Quién decide lo que es superfluo, no nos lo aclaran. Lo que nos proponen es el consumo ético, solidario y ecológico, y no retroceden ante recomendaciones tan minuciosas como “apagar la luz... cuando no se utilice... ducharse en lugar de bañarse” y “caminar, utilizar el transporte público o la bicicleta” (pág. 84). De esta forma, “los consumidores, y no los trabajadores, son los nuevos agentes capaces de transformar la sociedad y hacer la revolución.” (pág. 79) No nos dejemos engañar por el hecho de que, junto a esta concepción del consumidor revolucionario, expongan con aparente neutralidad un par más, evidentemente de relleno. ¿Les suena el discurso? A mí también. Donde dicen sociedad de consumo, pongamos capitalismo, y ya todo resulta mucho más familiar. Se llegan a decir sandeces, en esta línea in crescendo, como que hay que eliminar los intermediarios comerciales (pág. 82), “reestructurar el sistema económico para que la producción satisfaga las necesidades básicas de las personas y no produzca bienes superfluos” y “redistribuir los productos y los servicios, ya que los habitantes de todas partes tienen derecho a consumirlos de manera equitativa” (pág. 83). Conmovedor, pero ¿no se intentó eso ya en un país llamado URSS, entre otros? Tengo entendido que no le fue demasiado bien, pero quizás esté mal informado.
Pues esta mierda –vamos a dejarnos ya de bromas- es lo que pretenden impartir a nuestros hijos. El resto del libro no merece mayor atención. Tras un capítulo en el que enseñan a los jóvenes a analizar críticamente la publicidad comercial (lástima que no hagan lo mismo con la propaganda política), el séptimo y último se dedica a las nuevas tecnologías. ¿Puede sorprenderse alguien a estas alturas de que propongan (pág. 123) que “las leyes deberán regular la circulación” en Internet?