Hará unos veinte años, alguien dejó una pintada en la estación de tren de Tarragona. Decía simplemente, "Marcuse vive". Me acuerdo porque, aunque no fui yo el autor, podía perfectamente haberlo sido, pues por aquella época (quizás un año después, para ser más exactos) yo era lector de Herbert Marcuse, autor de libros como Razón y Revolución y El hombre unidimensional, que aún conservo. Este pensador alemán, afincado en Estados Unidos tras huir del nazismo, actualizó la crítica marxista al capitalismo, intentando mostrarlo como un totalitarismo mucho más sutil que el soviético, pero al fin y al cabo no menos destructor de la verdadera libertad. Durante la guerra fría, esa idea -generalmente mucho menos elaborada que en las obras aludidas- de no estar ni con unos ni con otros, de situarse más allá de tirios y troyanos, sirvió a mucha gente de izquierdas para oponerse al "imperialismo yanqui" sin que pareciera que hacían el juego a la estrategia de la URSS.
Hoy ese abuso de la simetría se repite en términos muy parecidos en relación con el conflicto entre Occidente y el Islam. So pretexto de huir de una visión maniquea de buenos y malos, se cae en un simplismo no menos burdo, para el que Occidente no debe ufanarse de llevar la razón en un choque de civilizaciones que sólo interesa a dirigentes poco menos que intercambiables de ambos lados. Cuando alguien saca a colación las violaciones sistemáticas de los derechos humanos que tienen lugar en los países de religión musulmana, se le reprocha aquello tan cacareado de la doble vara de medir, y que "en todas partes cuecen habas", como dijo un periodista de El País en un debate televisivo, aludiendo a los "campos de concentración" creados por Estados Unidos. No importa que las condiciones de los presos recluidos en Guantánamo sean, en comparación con las de Mathausen o Buchenwald, las de un centro de Spa. Al utilizar una expresión emocionalmente unívoca, como la de "campo de concentración", se consigue el efecto deseado sin mayor argumentación, ni necesidad alguna de exponer hechos objetivos.
En la izquierda, este situarse más allá del bien y del mal tiene un origen bastante evidente en la filosofía materialista de Marx y Engels. Según los padres del socialismo pretendidamente científico, las ideas sociales y políticas no son más que emanaciones de las condiciones materiales de la existencia. Las ideas se reducen a meros epifenómenos que acompañan a los procesos físicos, sin que ejerzan la menor influencia en éstos. Por supuesto, los comunistas han sido los primeros en olvidar en la práctica sus propias tesis, si tenemos en cuenta el virtuosismo con el que han cultivado las técnicas de propaganda. Pero no han tenido reparo en utilizarlas contra las construcciones ideológicas de sus enemigos, convirtiéndolas en mero decorado de los más siniestros intereses. Así, en boca del adversario político, la libertad o los derechos humanos no son más que pretextos para inmiscuirse en la política interna de los países a los que se querría dominar. El sabio de taberna que consigue su minuto de gloria cuando afirma que todo es "por el petróleo", puede permitirse ignorar por completo el funcionamiento del mercado mundial del crudo y por supuesto no saber una palabra de materialismo histórico, ni puñetera falta que le hace. Como más tosca es una idea, más fácilmente podrá difundirse. Pero aunque no lo sepa, está interpretando la partitura marxista. Lo cual es la mejor refutación de que las ideas no son influyentes por sí mismas.
Sin embargo, esta interpretación cojearía si olvidáramos que también desde el campo liberal han surgido críticas rotundas a la política antiterrorista de George Bush. En la blogosfera son especialmente activos los anarco-capitalistas, abreviadamente ancaps, como María Blanco, que se oponen a la existencia incluso de un Estado mínimo, defendiendo la privatización de la policía y del ejército, y cuestionando tanto la intervención militar exterior como las medidas de seguridad implantadas en el interior, a las que consideran como dos caras de una misma moneda que, en resumen, nos conducen a un futuro orwelliano. Los ancaps llegan, pues, a conclusiones parecidas a las de la extrema izquierda, pero partiendo de bases teóricas antagónicas, es decir, de una defensa radical del capitalismo. El liberalismo clásico siempre había considerado que la protección de los individuos de la agresión, tanto de los otros individuos como de la procedente de las fronteras exteriores, era una de las pocas funciones imprescindibles que hacían necesaria la existencia del Estado, y no sólo eso, sino que se trataba de una de las condiciones de la existencia de esa libertad que con la restricción de la esfera de actuación legítima de los gobiernos, querían preservar. En mi opinión, el anarco-capitalismo incurre en una falacia muy grosera, como es la de uno que, aconsejado por el médico de que sanaría de sus dolencias limitando su ingestión de alimentos, dejara de comer por completo para alcanzar el estado de salud perfecto. Lo que no creo es que esa falacia sea totalmente inocente. Algún atractivo debe de tener eso de parecer muy radical y nada de "derechas", y al mismo tiempo reírse de los que visten la camiseta del Che. Pero se engaña lastimosamente el ancap que piensa que el de la camiseta no le va a meter en el mismo saco de la "derecha extrema" y demás repertorio de calificativos gregarios, por mucho que se desgañite proclamando que él es igual de anti-Bush y anti-Aznar y lo que haga falta.
Más influyentes que esas posiciones teóricas extremas, desde la derecha tenemos posturas como la del diputado popular Jesús López-Medel, quien ya en su día se desmarcó de la posición de su partido en relación con la guerra de Iraq, y que en un artículo publicado en El Periódico Extremadura el pasado jueves, profirió perlas del estilo de "el pensamiento neoconservador, como clara manifestación ultra" (no sabe lo que es el pensamiento neoconservador, o bien juega con la ambigüedad del término ultra), pretende "generar terror" (ahora entiendo por qué los soldados norteamericanos no paran de poner coches bombas en Iraq), entre otras lindezas. Especialmente cómico me resultó que considerara la ideología neocon extraña a la cultura europea, en la cual "el valor de los derechos humanos, como conquista plasmada en la Revolución Francesa, forma parte del acervo histórico". Vamos, que los congresistas americanos que en 1776 proclamaron como inalienables los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, no sabían que tenían que esperar todavía trece años a que el pueblo francés iniciara su modélica revolución, cuya práctica del respeto por la vida humana, desde Luis XVI hasta el más humilde clérigo, asombró al mundo entero, y se vio coronada por las brillantes gestas filantrópicas de un tal Bonaparte. ¿Se puede ser más ridículamente engreído con nuestros aliados del otro lado del Atlántico? Francamente lo veo difícil. Por eso cuando concluye su artículo manifestando sus escúpulos liberales ante la ley de escuchas telefónicas limitadas que ha recibido el apoyo en Washington tanto de republicanos como demócratas, sinceramente su retórica de "¿quién controla al poder omnímodo?" me parece tan digna de conmiseración como los penosos párrafos que la preceden. Nadie, salvo los fantasmas imaginados por la izquierda y los centristas acomplejados, defiende prerrogativas ilimitadas de los gobiernos en la lucha contra la yihad. En mi opinión, tiene mucho más peligro el Estado cuando se inventa nuevos derechos que trata de proteger violando los de propiedad o libertad de expresión, que cuando detiene a criminales y derroca dictadores, por mucho que la fuerza y el dinero empleados en lo primero sean mucho menos visibles y espectaculares que lo segundo. Sí, exacto, estaba pensando en Zapatero, no en Bush.
P.S.: En la edición de papel de El Periódico, el artículo de López-Medel, titulado "Democracia frente a terrorismo", viene acompañado de una ilustración en la que aparecen un soldado estadounidense y un combatiente islamista como figuras vagamente simétricas.