Con los sentimientos de pertenencia nacionales ocurre algo análogo a las creencias religiosas. Los fanáticos ocupan el vacío dejado por los tibios. Los que están más obsesionados con los símbolos, acaban imponiendo los suyos a costa de los otros. El problema es que a las imposiciones simbólicas acabarán siguiendo las otras. En Europa, el indiferentismo religioso ha dejado el campo abierto al oscurantismo islámico. En España, la pérdida del orgullo nacional desde 1898, ha dado alas a los nacionalismos provincianos, a chovinismos enanos sustitutorios.
Sigo con el paralelismo. La obsesión por desterrar toda manifestación religiosa de la vida pública, en lugar de afianzar la separación Iglesia-Estado que está en los cimientos de la civilización occidental, puede acabar teniendo justo el efecto contrario, es decir, favorecer la expansión de una religión, como es la islámica, que no renonoce en absoluto la distinción entre la esfera religiosa y la civil. Del mismo modo, unas elites intelectuales que desde sus prejuicios seudoprogresistas se han dedicado a idealizar la ocupación islámica, desmitificar la Reconquista y la colonización de América, y prácticamente desde entonces no han visto más que derrota y decadencia (nadie diría que nos encontremos entre las diez primeras potencias industriales del mundo), no es de extrañar que hayan esterilizado cualquier amago de sano patriotismo, cediendo el terreno a naciones de fábula con las que resultaría más grato identificarse.
No propongo volver a ningún tiempo pasado supuestamente mejor, ni en el aspecto religioso ni en el nacional. El espíritu autocrítico forma parte de lo mejor y de lo peor de Occidente. Ejercido con inteligencia, es la base de la aproximación científica a la realidad, y se emparenta con los conceptos de tolerancia, igualdad de todos los seres humanos, libertad de pensamiento... Pero cuando se aplica de manera mecánica y burda, nos lleva al nihilismo y al relativismo, es decir, a la autodestrucción de cualquier civilización que se precie. El progreso se basa en la asimilación inteligente de la tradición acumulada. Si pretendemos partir de cero para crear un mundo perfecto, desdeñando la experiencia cosificada de milenios, tenemos garantizado el desastre. Esto, entre otras cosas, significa asumir nuestro pasado. España tiene una historia maravillosa, como la de muchas otras naciones. Y las propias historias del País Vasco y de Cataluña adquieren una grandeza mucho mayor desde la perspectiva española, todo lo contrario que si las vemos como naciones que nunca han tenido la fuerza ni la voluntad suficientes para independizarse, a pesar de lo supuestamente decadente que ha sido su supuesta opresora.