lunes, 27 de agosto de 2007

Catalonia Twenty Fourteen


Según Carod-Rovira, Cataluña dejó de ser un Estado en 1714, y podría volver a serlo si así lo deciden los catalanes en 2014, tres siglos después. George Orwell, que por cierto también escribió sobre Catalonia, tituló su novela más famosa Nineteen Eighty-Four, entre nosotros más conocida como 1984 (MCMLXXXIV), donde recrea un siniestro futuro en el cual -entre cosas mucho más atroces- se moldea incesantemente el pasado para adaptarlo a las necesidades del todopoderoso Partido que oprime a la población. La comparación, ya lo sé, no es nueva, incluso es posible que a veces abusemos de la fábula orwelliana, al igual que ocurre con la frecuente alusión al nacional-socialismo, a la que recurrimos probablemente en exceso ante cualquier tic autoritario del nacional-progresismo (por utilizar la certera expresión de Miquel Porta Perales). Vamos, lo que quiero decir es que debemos evitar trivializar, a fuerza de repetición, adjetivos como "totalitario" o "nazi" que sería saludable que continuasen inspirando pavor en quien los escucha, y no que acaben sonando como latiguillos de uso demasiado fácil. Reproche que me aplico en ejercicio de autocrítica, pero que es justo señalar, son los seudoprogresistas de la izquierda quienes más lo merecen, sobre todo si consideramos la variante coloquial "facha". (Si todo el que no les gusta es facha, ¿cómo -me pregunto siempre- denominarán al verdadero fascista?)

Pero el hecho es que uno de los ingredientes fundamentales del nacionalismo consiste en la manipulación del conocimiento histórico a fin de justificar sus reclamaciones. Y esto merece una contra-argumentación, más allá de recordar la unión dinástica entre Castilla y Aragón llevada a cabo por los Reyes Católicos en el siglo XV, porque es de suponer que ese dato no pretenden ignorarlo los nacionalistas. Cataluña, es cierto, poseía antes de 1714 unas Corts que reunía el rey, y unas constituciones, que éste debía jurar. La llamada Diputació del General era de hecho una especie de Diputación Permanente, una comisión delegada de las cortes para cuando éstas no estaban reunidas. No era ningún gobierno, por más que algunas de sus funciones podían asemejársele. La actual Generalitat, cuyo nombre fue resucitado por un ministro de la segunda república (Fernando de los Ríos, socialista), no se corresponde con la institución así denominada hasta el siglo XVIII. Es por tanto absurdo ver a Tarradellas, Pujol o a Montilla como herederos de Pau Claris, el presidente de la Generalitat durante la Guerra de los Segadores de 1640. Dicho claramente, no existía siquiera un gobierno autónomo catalán. Lo que tampoco existía, hasta 1812, era una constitución unitaria de España, los reyes juraban -o no- las de los distintos reinos, pero nada tiene que ver eso con una supuesta estructura confederal del Estado. Sencillamente, el concepto de nación no había fraguado todavía, y los monarcas estaban en algún punto de la evolución desde una concepción patrimonialista del Estado hacia la concepción de la soberanía nacional, que sin duda, supuso un refuerzo de su poder -al contrario de lo que se suele suponer. Los intelectuales nacionalistas más inteligentes, valga la redundancia, como Víctor Ferro, han sabido poner en cuestión las simplificaciones y los tópicos de la historiografía progresista cuando les ha convenido para defender su tesis de que bajo el Ancien Régime existían unas libertades que el despotismo ilustrado, y luego revolucionario, les arrebató. Y tienen su parte de razón. Pero si como ocurrió en algunos países europeos, se hubiera dado una evolución más o menos gradual desde esos privilegios estamentales hacia las libertades individuales actuales, es muy dudoso que eso hubiera implicado el desarrollo de unas identidades nacionales diferenciadas. Más bien todo lo contrario, la ruptura que supuso la revolución francesa -y que ha sido catastrófica para la libertad, piense lo que piense casi todo el mundo- fue especialmente favorable, a lo largo del siglo posterior, a la germinación de tendencias colectivistas, las cuales, donde las libertades individuales han prosperado en condiciones más sosegadas, han arraigado con mucha más dificultad.

Unos de mis libros de historia preferidos es L'Onze de Setembre, de Santiago Albertí (1972, 2ª ed.), una documentadísima historia militar del sitio de Barcelona en 1714. Aunque el autor no oculta su ideología nacionalista, su narración de los hechos es tan pormenorizada que puede aislarse fácilmente de su interpretación, cosa más difícil con obras menos detalladas, como son la mayoría, y que por tanto pueden resultar más tramposas, haciendo pasar por objetividad histórica lo que no es más que una hábil e interesada selección de los hechos. En este libro vemos cómo Rafael Casanova, el héroe nacional a cuyo monumento se dedican ofrendas florales cada 11 de setiembre, tras la derrota de la ciudad a manos de Felipe V, levemente herido, se hace pasar por muerto, llegándose a inscribir su fallecimiento en el registro de un hospital, y huye a Sant Boi de Llobregat, donde vivirá oculto -pero sin pasar estrecheces económicas- durante cinco años, tras los cuales regresó a Barcelona sin ningún problema, a ejercer su profesión de abogado. Terminaría sus días retirándose de nuevo a Sant Boi, de donde era originaria su esposa, y habiéndosele restituido todos los bienes. ¿Se corresponde lo que sabemos de esta figura histórica con la de un dirigente de una nación anexionada por la fuerza de las armas, o más bien con la de un funcionario que escogió el bando equivocado en una guerra sucesoria? Creo que si Rafael Casanova levantara la cabeza, y escuchara a Carod-Rovira hablar del 2014, se sorprendería sobremanera, y hasta me atrevo a imaginar que nos aconsejaría: "No se compliquen la vida, les hablo por experiencia. Dedíquense cada uno a trabajar para ganarse el bienestar de su familia, no existe acto de patriotismo más eficaz." No otra fue al parecer la conclusión que sacaron los barceloneses de la época. Cuando las tropas franco-españolas entraron en la ciudad, tras su capitulación, estos "adoptaron una actitud indiferente, entregados de lleno al trabajo, y con las tiendas y los talleres abiertos, donde se daban grandes muestras de actividad normal." (pág. 372). Creo que a los catalanes -y a todos los pueblos, en verdad- es como nos ha ido mejor, dedicándonos a trabajar. En cambio, cuando hemos escuchado a los Companys que la fatalidad parece engendrar cíclicamente, las consecuencias han sido indudablemente trágicas. Esperemos que lo de Carod-Rovira no sea más que otra patochada como la protagonizada en Jerusalén, cuyas secuelas no vayan más allá de la risa y el desprecio que merecen.