sábado, 2 de marzo de 2013
La prueba de la existencia de Dios (1 de 2)
Hace una semana publiqué en Twitter esto: "El cristianismo es algo demasiado bueno para no ser verdad." La frase es mía, aunque me sorprendería que no la hubiera pronunciado alguien antes que yo. Ni siquiera descarto que la haya leído en algún sitio y lo haya olvidado; no sería la primera vez que cometo un plagio involuntario.
Hay quienes creen que el cristianismo no es más que una confusión entre la realidad y el deseo. Esto significa no haber entendido nada. La esperanza es cualquier cosa excepto un déficit del sentido de la realidad. Por el contrario, la esperanza es una actitud dolorosamente realista, significa reconocer nuestra absoluta precariedad metafísica. Por eso ilustres conversos como C. S. Lewis o G. K. Chesterton han confesado haber sentido auténtico miedo, en el umbral de su conversión, de que el cristianismo fuera verdad. ¿Y si... hubiera Cielo e Infierno, ángeles y demonios, salvación y condenación eternas, después de todo?
El agnóstico expulsa estas inquietudes de su mente con un razonamiento pragmático: no podemos perder tiempo en considerar toda posibilidad, por lo que lo más productivo es centrarse sólo en los hechos. Sin embargo, de nuevo esto supone desconocer la esencia del problema, porque el cristianismo no es una posibilidad: es la posibilidad. Si el cristianismo es una bella fábula, hay que reconocer que se trata de la fábula más audaz jamás concebida por el espíritu humano.
Abrigo la presunción de que quien entienda esa boutade de mi Twitter, necesariamente creerá. Sin embargo, o más bien por ello, no creo que exista una prueba formalmente apodíctica de la existencia de Dios, como existe una demostración del Teorema de Pitágoras. Dios está oculto, y hay razones profundas para pensar que no podía ser de otro modo. Si Dios fuera evidente como lo es cualquier otro objeto, sería obviamente un objeto, cosa que precisamente no es.
Recientemente ha caído en mis manos el bello y sapiente libro del teólogo Fernand van Steenberghen, Dios oculto. ¿Cómo sabemos que Dios existe? (Desclée de Brouwer, Pamplona, 1965). Empieza el autor por un análisis crítico de las más famosas pruebas de la existencia de Dios, debidas a San Agustín, San Anselmo, Avicena, Santo Tomás, Descartes, Maréchal, etc, con un especial examen de las cinco vías tomistas. La objeción que le merecen prácticamente todas ellas es que, aun cuando probaran la existencia de "algo", quedaría todavía por demostrar que ese algo es Dios, definido por Steenberghen con admirable concisión como el "Creador providente del universo".
No deja de resultar entrañable que el autor desarrolle su propia demostración, que denomina "prueba metafísica", en los capítulos IX y X... Y que sea susceptible de las mismas críticas que todas las anteriores, pese al cuidadoso empeño que pone Steenberghen en evitarlas. Declino exponer aquí el razonamiento del teólogo belga. Baste decir que cree poder probar, en dos tiempos, la existencia de un Ser necesario y sus atributos de Ser personal. Me centraré sólo en lo primero, pero esto requiere otra entrada.