domingo, 10 de marzo de 2013

El argumento definitivo (1 de 3)


Introducción
En anteriores escritos he expuesto lo que considero son razonamientos muy sólidos para afirmar la existencia de un Dios personal. Inevitablemente, al intentar no extenderme demasiado, algunos pasos no han quedado suficientemente claros. Por eso vuelvo una vez más (seguro que no la última) sobre el tema, con un enfoque algo distinto.
Hay un argumento que me parece definitivo, no en el sentido de que sea formalmente probatorio, pero sí en el sentido de que tiene tanta fuerza que, si a alguien no le convence, dudo que lo pueda hacer ningún otro.
Este argumento ha sido expuesto, una y mil veces, de muchas maneras, desde San Pablo (Romanos, 1, 20) hasta los más grandes teólogos. En términos tomistas se corresponde a la quinta vía, que deduce la existencia de Dios “a partir del ordenamiento de las cosas. Pues vemos que hay cosas que no tienen conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que obran por un fin.” Y añade: “Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que todas las cosas son dirigidas al fin. Le llamamos Dios.” (Suma de teología, I, c. 2.)
En su formulación más actual, se lo conoce también como teoría del diseño inteligente, aunque no me gusta esta expresión, por dos motivos. El primero, que es redundante, porque todo diseño es por definición producto de una mente. Y el segundo, que con razón o sin ella, suele confundirse con el movimiento creacionista, es decir, la concepción propia de ciertas sectas protestantes que defienden una interpretación literalista de la Biblia (cosa por cierto ajena a la tradición católica, como mínimo desde San Agustín).
Personalmente, prefiero llamarlo argumento del orden. Ciertamente, mi idea es que todo orden implica un diseño, pero al evitar, al menos en el inicio, este término, espero eludir la acusación de argumentación circular.

El hecho del orden cósmico
Parece evidente que existe un orden en el universo. Tanto en el nivel microscópico de las partículas, átomos y moléculas, como en el macroscópico de los minerales, seres vivos, planetas, estrellas y galaxias, no parece que suceda nada en el universo que no esté sometido a las leyes de la física, la química y la biología.
He empleado dos veces el verbo parece, y no por descuido. Desde que en el siglo XVIII, el filósofo escocés David Hume formuló su penetrante crítica del concepto de causalidad, está claro que no comprendemos por qué hay un orden, y en rigor ni siquiera podemos asegurar que las irregularidades que observamos se deban realmente a una necesidad.
Podemos explicar (y demostrar) por qué los cuadrados de los catetos suman el cuadrado de la hipotenusa. Pero no podemos mostrar ningún razonamiento a priori (que no proceda de la mera constatación) por el cual en el universo deban regir determinadas constantes físicas y no otras.
Dicho brevemente, nuestro conocimiento del orden es en última instancia puramente empírico. Observamos que las cosas se comportan de tal y cual modo, y eso es todo. La ciencia, refinando observaciones y proponiendo modelos hipotéticos, ha conseguido hacernos comprender mucho mejor el alcance y precisión maravillosos del orden cósmico, mostrándonos relaciones que antes no percibíamos. Por ejemplo, sabemos desde Newton que las mareas están vinculadas a la órbita lunar. A esta relación la llamamos ley de la gravedad, o fuerza de la gravedad. Pero esto debe entenderse bien.
La ley de la gravedad (como cualquier otra de la física) no explica el orden, solo lo describe, lo enuncia. Esto es lo que quiso señalar Wittgenstein  cuando afirmó: “A toda la visión moderna del mundo subyace el espejismo de que las llamadas leyes de la naturaleza son las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza.” (Tractatus, 6.371.)
Así pues, para la ciencia, que exista un orden es un hecho bruto, algo dado. La ciencia supone el orden (sin el cual el cosmos no sería inteligible) pero no puede explicar por qué hay un orden ni este orden. Lo máximo que puede hacer es felicitarse por ello y tratar de conocerlo mejor. De ahí que Einstein mostrara su perplejidad ante el hecho de que el universo fuera inteligible, es decir, que manifestara una ordenación.

El argumento definitivo (2 de 3)
El argumento definitivo (y 3)