Introducción
En anteriores escritos he
expuesto lo que considero son razonamientos muy sólidos para afirmar la
existencia de un Dios personal. Inevitablemente, al intentar no extenderme
demasiado, algunos pasos no han quedado suficientemente claros. Por eso vuelvo
una vez más (seguro que no la última) sobre el tema, con un enfoque algo
distinto.
Hay un argumento que me parece
definitivo, no en el sentido de que sea formalmente probatorio, pero sí en el
sentido de que tiene tanta fuerza que, si a alguien no le convence, dudo que lo
pueda hacer ningún otro.
Este argumento ha sido expuesto,
una y mil veces, de muchas maneras, desde San Pablo (Romanos, 1, 20) hasta los más grandes teólogos. En términos
tomistas se corresponde a la quinta vía, que deduce la existencia de Dios “a
partir del ordenamiento de las cosas. Pues vemos que hay cosas que no tienen
conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que obran por un fin.” Y añade:
“Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que todas las cosas son dirigidas
al fin. Le llamamos Dios.” (Suma de
teología, I, c. 2.)
En su formulación más actual, se
lo conoce también como teoría del diseño
inteligente, aunque no me gusta esta expresión, por dos motivos. El
primero, que es redundante, porque todo diseño es por definición producto de
una mente. Y el segundo, que con razón o sin ella, suele confundirse con el
movimiento creacionista, es decir, la concepción propia de ciertas sectas protestantes
que defienden una interpretación literalista de la Biblia (cosa por cierto
ajena a la tradición católica, como mínimo desde San Agustín).
Personalmente, prefiero llamarlo argumento del orden. Ciertamente, mi
idea es que todo orden implica un diseño, pero al evitar, al menos en el
inicio, este término, espero eludir la acusación de argumentación circular.
El hecho del orden cósmico
Parece evidente que existe un
orden en el universo. Tanto en el nivel microscópico de las partículas, átomos
y moléculas, como en el macroscópico de los minerales, seres vivos, planetas,
estrellas y galaxias, no parece que suceda nada en el universo que no esté
sometido a las leyes de la física, la química y la biología.
He empleado dos veces el verbo parece, y no por descuido. Desde que en
el siglo XVIII, el filósofo escocés David Hume formuló su penetrante crítica
del concepto de causalidad, está claro que no comprendemos por qué hay un
orden, y en rigor ni siquiera podemos asegurar que las irregularidades que
observamos se deban realmente a una necesidad.
Podemos explicar (y demostrar)
por qué los cuadrados de los catetos suman el cuadrado de la hipotenusa. Pero
no podemos mostrar ningún razonamiento a priori (que no proceda de la mera
constatación) por el cual en el universo deban regir determinadas constantes
físicas y no otras.
Dicho brevemente, nuestro
conocimiento del orden es en última instancia puramente empírico. Observamos
que las cosas se comportan de tal y cual modo, y eso es todo. La ciencia,
refinando observaciones y proponiendo modelos hipotéticos, ha conseguido
hacernos comprender mucho mejor el alcance y precisión maravillosos del orden
cósmico, mostrándonos relaciones que antes no percibíamos. Por ejemplo, sabemos
desde Newton que las mareas están vinculadas a la órbita lunar. A esta relación
la llamamos ley de la gravedad, o fuerza de la gravedad. Pero esto debe
entenderse bien.
La ley de la gravedad (como
cualquier otra de la física) no explica
el orden, solo lo describe, lo enuncia. Esto es lo que quiso señalar
Wittgenstein cuando afirmó: “A toda la
visión moderna del mundo subyace el espejismo de que las llamadas leyes de la
naturaleza son las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza.” (Tractatus, 6.371.)
Así pues, para la ciencia, que
exista un orden es un hecho bruto, algo dado. La ciencia supone el orden (sin
el cual el cosmos no sería inteligible) pero no puede explicar por qué hay un orden ni este orden. Lo máximo que puede hacer es felicitarse por ello y
tratar de conocerlo mejor. De ahí que Einstein mostrara su perplejidad ante el
hecho de que el universo fuera inteligible, es decir, que manifestara una ordenación.
El argumento definitivo (2 de 3)
El argumento definitivo (y 3)
El argumento definitivo (2 de 3)
El argumento definitivo (y 3)