Numerosos autores han hallado en los Evangelios pasajes que parecen prestarse a una interpretación anticapitalista. Algunos de los más representativos son los siguientes:
-El Sermón de la Montaña: “¡ay de vosotros, los ricos!” (Lc, 6, 24).
-El episodio del hombre rico que se acerca a Jesús para preguntarle cómo obtener la vida eterna. Jesús le responde que debe guardar los mandamientos, cosa que su interlocutor asegura cumplir, inquiriendo qué es lo que le falta. Jesús le aconseja desprenderse de toda su riqueza y repartirla entre los pobres. El joven rico se aleja apesadumbrado, viéndose incapaz de semejante sacrificio. Jesús comenta a los discípulos: “Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos.” (Mt, 19, 24.)
-La expulsión de los vendedores que se habían instalado en el templo. Jesús vuelca sus puestos y se refiere a ellos como “cueva de bandidos”. (Mt, 21, 12.)
La concepción de Jesús como un revolucionario social ha sido sostenida tanto por no creyentes, deseosos de asociar el carisma de Jesús a sus ideologías laicas e incluso ateas, como al revés, por intelectuales y teólogos cristianos hechizados por el prestigio que esas ideologías alcanzaron en el siglo pasado. Es relativamente fácil desmontar tales desviaciones. El Reino de los Cielos que anunció Cristo no era, evidentemente, ninguna utopía terrenal, lo que no significa que los cristianos tengan que desentenderse de las injusticias y problemas de este mundo.
Sin embargo, persiste una cierta ambigüedad acerca de las relaciones entre el catolicismo y el capitalismo. Por un lado la Iglesia es clara en su reconocimiento de la legitimidad de la propiedad privada y la libertad de iniciativa (1). Pero por otro, no faltan alusiones críticas, incluso de los sumos pontífices, que muestran una misma condena del comunismo y el “capitalismo salvaje”, cuyos límites con el “capitalismo civilizado” (suponiendo que se admita el concepto) no quedan siempre muy claros. Así, Benedicto XVI, poco sospechoso de connivencia con la Teología de la Liberación, se refiere a “las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía”. Y también a “los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas (2)”. ¿Estamos autorizados a interpretar estas expresiones del anterior papa como una condena per se del capitalismo? Acaso Ratzinger se refiere sólo a ese tipo particular de capitalismo que trafica con armas, con drogas y con seres humanos.
Ciertamente, no es posible negar la existencia de tensiones, y acaso malentendidos, entre el liberalismo económico y el catolicismo. Una característica del cristianismo, que lo diferencia drásticamente del islam, es la separación entre Iglesia y Estado, razón por la cual es siempre discutible cualquier pretensión de asociar demasiado estrechamente la doctrina católica con una u otra concepción política o económica. Pero los pasajes del Evangelio anteriormente citados parecen prestarse a un cierto tipo de demagogia socialistoide o “progresista” muy común, en la que incurren a veces hasta personas que ejercen el sacerdocio o la vida monacal, y que muestran una propensión poco responsable a llamar la atención de los medios de comunicación, habitualmente ávidos de explotar disensiones reales o imaginarias en el seno de la Iglesia.
Para mostrar la falta de fundamento intelectual, y sobre todo religioso, de estas actitudes, conviene hacer algunas distinciones. La crítica de la riqueza y de los ricos puede ser de tres tipos:
1. Se ve en la riqueza y el bienestar un obstáculo para la salvación, porque conduce al hombre que disfruta de ellos a un apego excesivo por los bienes terrenales, y a un sentimiento de autosuficiencia que lo aleja del Creador.
2. Se considera que toda o casi toda riqueza es ilegítima, pues nadie puede enriquecerse sólo con un trabajo honrado. En su formulación extrema, se equiparan la propiedad privada y el comercio a modalidades de usurpación y de hurto, respectivamente.
3. Se responsabiliza a los ricos (tanto a los individuos como a los países) de la existencia de las enormes desigualdades que afligen al mundo. Este sería prácticamente un paraíso si no fuera porque unas minorías plutocráticas acaparan la mayor parte de la riqueza.
Gran parte de las confusiones que existen acerca de la doctrina social de la Iglesia derivan de no distinguir adecuadamente entre estas tres concepciones. Realmente el deslizamiento de la una a la otra no es difícil. La crítica a la riqueza, sin más precisiones, puede referirse a sus efectos sobre las personas que la disfrutan (concepción 1) o bien a su modo de adquisición, que se reputa inmoral (concepción 2). Asimismo, podría parecer que si toda riqueza es un robo, los pobres son por definición todos ellos, como clase social, víctimas de la expoliación (concepción 3). Pero sólo la 2, y sobre todo la 3, pueden considerarse estrictamente anticapitalistas.
Todo indica que, históricamente, se ha dado una evolución de una concepción a otra, de modo que la tercera surge de la segunda y se superpone a ella, y análogamente ocurre con la segunda respecto a la primera. La crítica a los ricos que encontramos en los Evangelios es todavía, claramente, del primer tipo, aun cuando no sea incompatible con la confesión de enriquecimiento ilícito de una persona concreta, como el publicano arrepentido Zaqueo (Lc, 19, 1-10).
Antonio Escohotado, en su libro Los enemigos del comercio, abre una especie de causa general contra el cristianismo por ser la fuente histórica de las ideas anticapitalistas. Según él, éstas surgieron en sectas israelíes como los esenios y los ebionitas, que habrían influido enormemente en la primitiva comunidad cristiana. Pero sin que esta relación sea para nada desdeñable, deben notarse las profundas diferencias que separan a la una de las otras. Los esenios formaban comunidades aisladas y que practicaban un riguroso ascetismo, lo que contrasta con la participación de Jesús y sus discípulos en celebraciones y banquetes, así como su carácter abierto hacia todo tipo de personas, incluso las consideradas impuras y pecadoras.
Al amalgamar las distintas concepciones críticas con la riqueza, sin distinguirlas, Escohotado hace una lectura de los Evangelios en la que introduce sus ideas preconcebidas. Para este autor, si Jesús expulsa del templo a los mercaderes, no es solo, como parece, porque estos profanan el espacio sagrado, sino por una aversión general contra el comercio, aunque esta no se exponga de manera explícita. Si Jesús aconseja al rico repartir su fortuna, es porque considera toda riqueza ilegítima, a pesar de que el joven acaudalado ha asegurado cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios, incluido el de “no robarás”, y que Jesús no lo acusa de insincero. (Mc, 10, 19-22.) Y cuando sentencia Cristo: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt, 6, 24), no nos está diciendo que no debemos vivir obsesionados por las cuestiones económicas, como cualquiera puede deducir de lo que sigue, sino que está condenando el libre intercambio económico. Cuando menos, son conclusiones aventuradas.
Las transformaciones sociales de la época tardorromana se correlacionan con la divulgación de una mentalidad contraria al comercio y al lucro, que inevitablemente tuvo su reflejo en la literatura patrística y se consolidó en la Alta Edad Media. Pero ver en ello una mera deducción de la doctrina evangélica es un puro anacronismo. Y aún lo es más superponer a estas concepciones económicas primitivas las de ciertos movimientos heréticos posteriores, de carácter milenarista y protocomunista. La evolución desde la idea de que el lucro es inmoral hacia la idea de que “cuantos más ricos más pobres habrá (3)” (ergo, masacremos a los ricos) parece que se dio realmente, en algún momento: pero precisamente por ello no podemos decir que la segunda ya está contenida en la primera; de lo contrario no habría evolución o desviación, sino mera continuidad.
Admitiendo que no toda riqueza es legítima, hay un trecho considerable de ahí a considerar que la pobreza de los muchos está causada por la riqueza de los pocos, y que la primera no es más bien un estado relativo, del cual parten todas las sociedades, y en el cual permanecerían esencialmente si no hubiera ricos que iniciasen alguna forma de redistribución, por exigua y lenta que sea, mediante su inversión y su consumo.
Jesús no vino a sembrar el resentimiento social, ni frustrantes expectativas de utopías seculares. La Iglesia siempre ha combatido las desviaciones que comprometen el cristianismo con doctrinas revolucionarias, que terminan promoviendo la violencia y la tiranía. El hecho de que en determinados momentos se hayan producido desencuentros con la ciencia económica, como ha ocurrido con otras disciplinas, no debería llevarnos al error de suponer que en la esencia del cristianismo se encuentra una especie de mentalidad anticapitalista perenne, como no había ningún vínculo necesario entre geocentrismo y catolicismo.
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(1) Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de Coeditores del Catecismo, Bilbao, 2012, §§ 2211, 2402-2406.
(2) Joseph Ratzinger, Jesús de Natzaret, Primera parte, La Esfera de los Libros, Madrid, 2008, págs. 113 y 179.
(3) Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio, Espasa, Madrid, 2008, pág. 201.