El teólogo díscolo Hans Küng, poco antes de la elección del papa Francisco, publicaba un artículo en The New York Times titulado ¿Una primavera vaticana? Allí incidía en sus habituales críticas a la ausencia de democracia en la Iglesia, y a su "línea oficial reaccionaria", contraria al sentir de la abrumadora mayoría de católicos. Los cuales, según una encuesta realizada en Alemania, están a favor de que los sacerdotes se puedan casar, se ordenen también mujeres y los divorciados puedan volver a casarse por la Iglesia.
En el mismo blog donde se ofrece el texto traducido de Küng, el autor (un excura que firma Gavi) ha publicado luego su propia carta al papa Francisco, en la cual expresa su visión subjetiva de una Iglesia que "abra sus puertas a la mujer en los órganos de decisión, de reflexión, a los homosexuales que no entienden una vida sin amar y sin sentir con todo lo que son, a los divorciados que simplemente quisieron salir de una situación donde ya no brotaba la salvación de Dios sino la destrucción de su proyecto de amor."
Asimismo, Gavi considera que el celibato "en gran medida crea sufrimientos de todo tipo, clandestinidad, frustración..." Y añade, algo contradictoriamente: "Y que conste que creo en el celibato y en la castidad como don de Dios reservado a unos cuantos."
Nunca me han conmovido estas actitudes sentimentalmente empalagosas, ni cuando era agnóstico, ni ahora que he recobrado la fe católica. A nadie, que yo sepa, se le obliga a ser católico, y menos aún a ser cura. Grosso modo, el 99 % de los católicos somos laicos; posiblemente la mayoría de ellos, estamos casados. Que entre el 1 % de católicos célibes haya algunos que se arrepienten de su decisión, o no son consecuentes con ella, es una cosa humanamente comprensible, que ha ocurrido siempre y ocurrirá siempre. ¿Debe por eso revisarse la institución del celibato sacerdotal?
Existe una razón bastante evidente para el celibato: Al no tener mujer e hijos, el sacerdote puede consagrar su vida entera a la oración y al servicio a Dios, reduciendo una parte considerable de sus ocupaciones y preocupaciones mundanas. ¿Es imprescindible? No diría tanto. Pero sí creo que es un buen criterio, entre otros, para seleccionar a los mejores sacerdotes posibles. Al que no le guste, que elija otra profesión -u otra confesión.
Las mujeres católicas, cierto, no tienen acceso a ese reducido club del 0,05 % de católicos (datos de la Conferencia Episcopal) con funciones sacerdotales. No veo que eso implique ningún sometimiento de las mujeres en la Iglesia, ni que eso las excluya de participar activamente en los actos litúrgicos, como es patente para cualquiera que asista a ellos de vez en cuando. Quizá no es tanto que haya alguna razón definitiva contra la existencia de sacerdotisas, como que no hay nada intrínsecamente injusto en que no las haya. ¿Fue Dios machista por encarnarse en Jesús, un varón? Salvo que concediéramos semejante idiotez, parece una tradición sensatamente piadosa la que restringe a los hombres la administración de la eucaristía, instituida por Cristo en la Última Cena.
Si empezamos a cuestionar la tradición ¿dónde está el límite? Desde luego, no en la admisión del divorcio ni en la práctica de la homosexualidad. Si el matrimonio católico deja de ser la unión indisoluble entre hombre y mujer, como defendió clara y rotundamente Jesucristo, ¿qué tendrá de católico y qué tendrá de matrimonio? Quien quiera divorciarse puede legalmente hacerlo, en la mayoría de países católicos. Que además pretenda que la Iglesia bendiga su nueva unión, me parece sencillamente tener mucho descaro, una forma de catolicismo a la carta que toma lo que le conviene y rechaza lo que le incomoda. ¿Con qué autoridad, entonces, podrá oponerse la Iglesia al aborto? Porque sin duda habrá también "católicos" que lo vean justificado. ¿Por qué habría de aceptar la Iglesia "modernizarse" en algunas cosas y en otras no? Repitámoslo: ¿Cómo sabremos dónde está el límite?
Y es entonces cuando nuestros religiosos y laicos progres, todos a una, nos ofrecen la respuesta mágica: Democratizando el Vaticano, que Küng compara falazmente con la monarquía absoluta de Arabia Saudí. Un ciudadano árabe no puede elegir sustraerse a la autoridad del monarca. Un católico, siempre que quiera, sin el menor problema; y además la autoridad del papa se limita a cuestiones doctrinales y litúrgicas, que no afectan a la mayor parte de la vida de los laicos. Por lo demás, a nadie en sus cabales se le ocurre que haya que democratizar todas las instituciones que existen en una sociedad. ¿Por qué no democratizar el Ejército, sustituyendo el Estado Mayor por una asamblea de la tropa? ¿O las redacciones de los periódicos, eliminando la despótica figura del director?
Democratizar la Iglesia significaría dejar de concebirla como depositaria y guardiana de una Verdad eterna. Pues lo que los católicos han venido creyendo en los últimos dos mil años quedaría sujeto al albur de las modas caprichosas, los intereses políticos y las intoxicaciones de los medios de comunicación, brutalmente ignorantes y despreciadores de las Escrituras, la tradición y la historia. Democratizar la Iglesia sería, sencillamente, destruirla, porque la Iglesia tiene un gobierno, pero no es ningún gobierno, sino algo completamente distinto. La democracia sirve para algo tan prosaico (aunque necesario) como es elegir a los gobernantes. Pero no para decidir qué es la verdad, porque eso significaría poner cabeza abajo el Evangelio. Dijo Jesús: "Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres." (Juan, 8, 31-32.) Aquí no hay votaciones ni encuestas que valgan. La libertad procede de la verdad, no al revés. Y la mentira no se convierte en verdad porque la sostenga más del 51 % de los encuestados.
En un mundo cambiante y movedizo, la Iglesia es un punto de referencia firme para todo aquel que quiera orientarse. La retórica emocional contra "lo establecido", contra "la norma rígida", encuentra amplia audiencia entre mucha gente, acostumbrada a recibir halagos de políticos. Pero no debemos prestar oídos a tales cantos de sirenas. Precisamente si arrebatamos a toda la gente la única institución milenaria de Occidente que ha sobrevivido a imperios y estados, la dejamos mucho más inerme ante esos poderes terrenales. Porque si todo es cuestionable y revisable, si ya no hay seguridades, tampoco puede haber justicia. Lo mejor que puede hacer la Iglesia por los débiles y los humildes es claro: permanecer fiel a sí misma.