Una crítica habitual al teísmo es que se basa en una confusión entre la realidad y el deseo. En contraste con ello, el agnóstico gusta de presentarse a sí mismo como una persona desapasionada.
En general, nuestras concepciones suelen estar animadas por nuestras preferencias, aunque esto no invalide a las primeras.
Si el teísta puede verse inclinado a creer en Dios porque aspira a una vida eterna, o por una necesidad de consuelo, el agnóstico también puede tener motivos no racionales. Por ejemplo, experimentar una sensación de liberación respecto a ciertos principios morales.
Sin embargo, el creyente católico también se siente libre. La diferencia con el agnóstico es que el católico cree que según el uso que haga de su libertad, se producirán unas consecuencias u otras de tipo absoluto. Por el contrario, el agnóstico sólo cree en consecuencias materiales. Si abusa del alcohol, sabe que esto le creará problemas de salud y en sus relaciones con los demás. En el peor de los casos, podrá morir de cirrosis: la muerte es lo máximo que puede sucederle. Todo mal (pero por la misma razón, también todo bien) es finito.
El creyente, en cambio, aspira al infinito, aun cuando ello implica el riesgo de perder mucho más que lo que tiene, de condenarse por toda la eternidad. El agnóstico o ateo no juega tan fuerte; en comparación no arriesga nada, porque hagamos lo que hagamos, todos acabamos igual: palmando. Para un ateo, no existe nada que tenga literalmente importancia absoluta, que deba tomarse absolutamente en serio. Por eso dijo Sartre (el ateo más lúcido del siglo XX, hasta que se convirtió al marxismo) que el psicoanálisis existencial arrojaba como principal resultado "hacernos renunciar a la seriedad".
Es curioso que a menudo se presente al ateo o librepensador como más valiente, más duro (esprit fort), cuando en realidad se podría aseverar lo opuesto: el ateo opta por la "contención de daños", por no apostar radicalmente, por no arriesgar.
Bien es cierto que muchos católicos no creen en el Infierno, ni en el Juicio Final. Se adhieren a un catolicismo a la carta, una doctrina de la cual toman sólo lo que les conviene. En esto tienden a aproximarse a los agnósticos, aunque en realidad son menos "valientes" que ellos, porque no dan el siguiente paso lógico, que es desembarazarse definitivamente de la idea de Dios.
Me atrevo a afirmar que un ateo declarado está más cerca de Dios que un católico de esa modalidad hoy tan común, que critica los dogmas y la jerarquía por no adaptarse a la sociedad actual. Para entendernos, un José Bono, que hace poco, en televisión, decía que él no era un católico de esos que creen en la Inmaculada Concepción... Esto me hace pensar en un entrenador que sostuviera que el fútbol no es en su opinión meter goles, sino pasar un buen rato. Es decir, que le gusta el fútbol en la medida en que no se lo toma demasiado en serio.
Ser ateo es en mi opinión menos osado que ser católico, pero lo es más que ser un católico a la carta. Este pone una vela a Dios y otra al diablo (o al "progreso"). Echa sólo una moneda en la máquina tragaperras, por si acaso toca. El católico, en cambio, apuesta un capital infinito. Siguiendo con esta metáfora poco edificante, el ateo es aquel que declina jugarse nada. Si el católico es un vitalista meridional, el ateo es un puritano. Y el católico a la carta, ni una cosa ni la otra, sino una mediocridad.