domingo, 10 de marzo de 2013

El argumento definitivo (y 3)



El materialismo es un irracionalismo
Hemos visto que el orden tiene lógicamente las tres explicaciones posibles siguientes:

1) Explicación teísta
2) Explicación materialista
3) Explicación irracionalista
La Explicación 3 niega que haya un orden. Por tanto, si existe un orden, la disyuntiva se encuentra entre la Explicación 1 y la 2. O bien debemos suponer la existencia de un Ser trascendente o bien el orden es autosuficiente. Sin embargo, aunque pudiéramos descartar una de estas dos, siempre quedaría la tercera opción, es decir, que después de todo el orden fuera ilusorio. Esta es la razón por la cual, aunque demostráramos que una de las dos primeras opciones es inconsistente o falsa, no quedaría demostrada apodícticamente la verdad de la otra. Pero sí sería literalmente la única explicación racional, pues la alternativa es el irracionalismo puro y duro.
Examinemos ahora la Explicación 2, que no cabe duda es la más sugestiva para muchos, e incluso la “racional” por defecto. Recordemos que por materialismo me refiero a una posición metafísica consistente, no alguna forma más o menos vulgar de positivismo. La explicación materialista, tal como aquí la he definido, sostiene que existen unas leyes eternas de la materia que no podrían haber sido de otro modo. De lo contrario, admitimos un principio de arbitrariedad que, desarrollado consecuentemente, nos lleva a la explicación irracionalista. Si no existe una necesidad interna en el orden cósmico, sino que este es uno entre tantos posibles, por lo mismo podemos preguntarnos por qué debería haber siquiera un orden; o dicho de otro modo, por qué el orden existente no podría ser ilusorio, una regularidad que se ha observado hasta ahora pero que puede suspenderse en cualquier instante.
Precisado lo que entendemos por materialsimo metafísico, afirmo que es insostenible, porque no existe ninguna razón absoluta por la cual el universo deba ser como es, o simplemente existir. Spinoza en su Ética pretendió haber demostrado lo contrario. Su razonamiento es que la substancia infinita, a la que llama abusivamente Dios, es aquello que no implica negación alguna, esto es, que no excluye ninguna posibilidad. Este recurso al infinito nos recuerda la teoría más extrema del multiverso. Si todo lo que es lógicamente posible existe, hay que pensar que todas las infinitas variaciones del universo conocido existen de algún modo paralelo. Y todas las variaciones quiere decir exactamente todas. En una de ellas, Cartago vence a Roma. En otra, la única diferencia con el universo conocido se halla en que, precisamente en el instante actual, mi taza de café empieza a levitar, ejecutando una elegante danza en el aire, para volver a posarse sobre la mesa como si nada hubiera sucedido.
Es decir, el sistema de Spinoza (que representa la culminación del materialismo metafísico: todo lo posterior entraña concesiones al positivismo) es indistinguible de la explicación irracionalista, porque si todo lo posible es real, es evidente que no hay ningún “orden”. Cualquier absurdo que no sea lógicamente contradictorio (como un círculo cuadrado o una cantidad mayor que sí misma) existe en algún tiempo y lugar, entre una infinidad de tiempos y lugares paralelos. Y esto supone la negación del libre albedrío, porque de algún  modo estamos condenados a realizar todos los actos. En uno de los infinitos universos paralelos, soy torero; en otro, alcohólico, y en otro hace años que me descerrajé un tiro. Todas las posibilidades están ya dadas en la realidad.
No pretendo que Spinoza hubiera estado de acuerdo con esto, lo cual sólo interesa a sus biógrafos. Lo que sostengo es que su sistema sólo es inteligible y válido si aceptamos estas consecuencias. Decir que nada podría haber sido de otro modo, que la victoria de Roma sobre Cartago estaba predeterminada, y que cualquier otra posibilidad, por muy levemente distinta que fuera, era imposible, me parece algo literalmente ilógico y por tanto inapelablemente falso.
Se replicará que el materialismo no está obligado a aceptar este determinismo radical. Pero si no lo hace, significa que admite que otro orden sería posible. Y en ese caso, no explica por qué este y no otro, por qué las cosas ocurrieron de esta manera y no de otra, por qué hay estas leyes físicas y no otras distintas. Es insostenible que no podrían serlo, salvo que agotemos todas las posibilidades mediante el recurso al infinito, lo que nos lleva, como hemos visto, al irracionalismo, al florecimiento ilimitado del absurdo.
El materialista quizás argüirá que acaso no podemos comprender la racionalidad autosuficiente de las leyes de la naturaleza, pero que eso no significa que no exista. Aunque el universo no fuera absolutamente infinito en el sentido de Spinoza, habría razones inmanentes profundas por las cuales es como es, por las cuales tenemos determinadas constantes físicas y no otras. Esto equivale a decir: hay un orden autosuficiente, pero no entendemos por qué. Esta actitud, desde luego, sería mucho más humilde y honesta que lo que habitualmente nos encontramos entre el presuntuoso cientifismo al uso, que rechaza de un plumazo el teísmo como una superstición obviamente superada. Sin embargo, afirmo que tampoco este agnosticismo puede sostenerse, pues parte del supuesto de que no puede haber universos alternativos, cosa totalmente ilógica. ¡Claro que las cosas podrían ser de otro modo! En vano pretenderemos hallar o suponer una razón autosuficiente por la que el mundo físico deba estar regido precisamente por estas constantes físicas y no otras concebibles, perfectamente consistentes.
Así pues, de las tres explicaciones metafísicas, la segunda, desarrollada hasta sus últimas consecuencias, se disuelve en la tercera: todo lo posible existe; por tanto, no hay un orden privilegiado, y cualquier cosa puede suceder ahora mismo –quizá esté sucediendo, en dimensiones paralelas. O bien admitimos una racionalidad trascendente, lo que nos lleva a la primera explicación, la más antigua.

Conclusión
Si el orden no es ilusorio, lo único que lo explica es que haya sido concebido por un Ser personal. Pues vemos que ninguna razón autosuficiente puede excluir las posibilidades no realizadas. Solo un Ser personal trascendente puede elegir, con vistas a un fin, entre los infinitos universos posibles. La alternativa es la irracionalidad total, suponer que todo lo posible, por delirante que parezca, es real o podría serlo. (La teoría del multiverso sostiene que todo lo posible es real; el existencialismo sartreano que todo lo posible podía ocurrir en cualquier momento. Esta variante me parece intelectualmente superior, porque no necesita postular infinitos universos, aunque ambas son predictivamente indecidibles.)
Todo orden, pues, obedece a un diseño. La primitiva intuición según la cual el universo es análogo a un reloj (lo que implica un relojero) se revela entonces como absolutamente certera. Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, comparó el universo con una cítara bellamente ornamentada, que implica la existencia de un artesano. Recientemente, el filósofo de la ciencia Soler Gil ha reelaborado este argumento del artífice de forma sumamente sugestiva, basándose en la cosmología científica para definir el universo como un objeto, que no puede existir por definición sin una causa trascendente. (Véase su ensayo “La cosmología física como soporte de la teología natural”, en el libro colectivo editado por él mismo, Dios y las cosmologías modernas, BAC, 2005.)
No es que los seres humanos, para explicar la naturaleza, utilicen su experiencia sobre sus propias operaciones psicológicas, porque sea lo que tienen más a mano; es que, bien mirado, no tenemos nada más aparte de ello. No hay, por mucho que busquemos, una razón inmanente, autosuficiente, de las cosas: solo puede haber un Logos trascendente, un Ser libre que decide que exista un mundo y cómo debe ser ese mundo. Como señala Camus, “el espíritu que intenta conocer la realidad no puede sentirse satisfecho hasta que no la ha reducido a términos de pensamiento”. (El mito de Sísifo.) La única alternativa (que es la que adopta trágicamente el escritor francés) es el absurdo.
Sin duda, no comprendemos por qué Dios ha creado el mundo tal como es, en todos sus detalles. Por así decirlo, se nos escapa totalmente el sentido de la forma de los cristales de nieve, las hojas de los pinos o los anillos de Saturno, en la economía total de la creación. (Porque seguro que en la mente de Dios, todo, hasta lo más insignificante, tiene un sentido.) Esto da pie a la clásica objeción según la cual la explicación teísta tampoco explica nada, pues todo lo remite a la inescrutable mente de Dios. Sin embargo, si hay algo que conocemos de manera mucho más inmediata que cualquier otra cosa, es lo mental. Al sostener que el fundamento del universo es una Inteligencia, estamos expresando algo cargado de mucho más sentido que si afirmamos que el fundamento de todo es la materia. De la materia solo tenemos un conocimiento negativo: es lo que no soy yo, lo que se me opone, lo que me ofrece resistencia, lo que desconozco en sí mismo, el noúmeno incognoscible de Kant. Por el contrario, mi mente es diáfana, mis pensamientos no son objetos con los que me encuentre, dotados de una entraña oculta, sino que son para mí de una transparencia absoluta. El llamado subconsciente es en este sentido tan material como lo son mis pulmones o mi hígado: deduzco su existencia pero no la percibo inmediatamente. Sé, por ejemplo, que hay cosas en mi memoria que no me son presentes en este momento, y que surgen en determinadas circunstancias. Pero cuando lo hacen, dejan por definición de estar ocultas, es decir, dejan de ser materiales (estados bioquímicos neuronales.)
El reduccionismo materialista, que identifica las operaciones de la mente con estados moleculares de la corteza cerebral, incurre en un pésimo negocio. Elimina lo único que realmente comprendemos de manera inmediata (nuestros pensamientos, nuestras libres decisiones, nuestros sentimientos), fundiéndolo en una entidad opaca llamada materia, que será por siempre lo absolutamente otro, el no-yo, por mucho que la manipulemos con aceleradores de partículas cada vez más grandes y más costosos.
Si el mundo es racional, es decir, inteligible, debe haber sido hecho por un Dios personal trascendente. Su existencia no se puede demostrar de manera irrefutable (pues el mundo podría, después de todo, ser irracional, inintelibible), pero creer en ella resulta casi irresistible, una vez se comprende que la única alternativa es abrazar el irracionalismo absoluto. La gran mayoría de personas cree, con sobrados motivos, que el universo está regido por leyes racionales. El problema es que muchos todavía creen además (pese a lo que escribió Wittgenstein hacia 1920) que estas leyes son la explicación –cuando es obvio que son lo que precisa de una explicación.
Por supuesto, la mayoría de la gente cree en Dios sin necesidad de ningún razonamiento. Esto tiene una indudable ventaja, y es que no todo el mundo posee formación suficiente (aunque el autor carece de título universitario, dicho sea de paso) para poder seguir este tipo de argumentaciones. Incluso quien presta su asentimiento a algún argumento racional, tiende a olvidar la evidencia que le produce su conclusión. La fe forma parte inextricable del conocimiento huamano, y sin ella estaríamos condenados a partir siempre de cero, a contar con los dedos cada vez que quisiéramos asegurarnos de que siete por ocho son cincuenta y seis.
Sin embargo, la fe por sí sola se convierte en un subjetivismo entre otros, abonando el terreno al relativismo. Si los creyentes nos conformamos con decir, sin argumentar, y en actitud aparentemente tolerante: “esto es lo que yo creo, tú puedes pensar lo que quieras”, nos condenamos a la irrelevancia, porque nuestros discrepantes a menudo no son tan comprensivos, sino que nos tachan de supersticiosos y oscurantistas. Decirle a los ateos que se equivocan (no simplemente que no estamos de acuerdo con ellos) no es ser intolerante, sino sencillamente todo lo contrario, es no guardarnos la verdad para nosotros solos. Es un acto de amor al prójimo.