El materialismo es un irracionalismo
Hemos visto que el orden tiene
lógicamente las tres explicaciones posibles siguientes:
1) Explicación teísta
2) Explicación materialista
3) Explicación irracionalista
1) Explicación teísta
2) Explicación materialista
3) Explicación irracionalista
La Explicación 3 niega que haya un
orden. Por tanto, si existe un orden, la disyuntiva se encuentra entre la Explicación
1 y la 2. O bien debemos suponer la existencia de un Ser trascendente o bien el
orden es autosuficiente. Sin embargo, aunque pudiéramos descartar una de estas
dos, siempre quedaría la tercera opción, es decir, que después de todo el orden
fuera ilusorio. Esta es la razón por la cual, aunque demostráramos que una de
las dos primeras opciones es inconsistente o falsa, no quedaría demostrada
apodícticamente la verdad de la otra. Pero sí sería literalmente la única
explicación racional, pues la alternativa
es el irracionalismo puro y duro.
Examinemos ahora la Explicación
2, que no cabe duda es la más sugestiva para muchos, e incluso la “racional”
por defecto. Recordemos que por materialismo
me refiero a una posición metafísica consistente, no alguna forma más o menos
vulgar de positivismo. La explicación materialista, tal como aquí la he
definido, sostiene que existen unas leyes eternas de la materia que no podrían
haber sido de otro modo. De lo contrario, admitimos un principio de
arbitrariedad que, desarrollado consecuentemente, nos lleva a la explicación
irracionalista. Si no existe una necesidad interna en el orden cósmico, sino
que este es uno entre tantos posibles, por lo mismo podemos preguntarnos por
qué debería haber siquiera un orden; o dicho de otro modo, por qué el orden
existente no podría ser ilusorio, una regularidad que se ha observado hasta
ahora pero que puede suspenderse en cualquier instante.
Precisado lo que entendemos por
materialsimo metafísico, afirmo que es insostenible, porque no existe ninguna
razón absoluta por la cual el universo deba ser como es, o simplemente existir.
Spinoza en su Ética pretendió haber
demostrado lo contrario. Su razonamiento es que la substancia infinita, a la
que llama abusivamente Dios, es
aquello que no implica negación alguna, esto es, que no excluye ninguna
posibilidad. Este recurso al infinito nos recuerda la teoría más extrema del multiverso. Si todo lo que es
lógicamente posible existe, hay que pensar que todas las infinitas variaciones
del universo conocido existen de algún modo paralelo. Y todas las variaciones quiere decir exactamente todas. En una de ellas, Cartago vence a Roma. En otra, la única
diferencia con el universo conocido se halla en que, precisamente en el
instante actual, mi taza de café empieza a levitar, ejecutando una elegante
danza en el aire, para volver a posarse sobre la mesa como si nada hubiera
sucedido.
Es decir, el sistema de Spinoza
(que representa la culminación del materialismo metafísico: todo lo posterior
entraña concesiones al positivismo) es indistinguible de la explicación
irracionalista, porque si todo lo posible es real, es evidente que no hay
ningún “orden”. Cualquier absurdo que no sea lógicamente contradictorio (como
un círculo cuadrado o una cantidad mayor que sí misma) existe en algún tiempo y
lugar, entre una infinidad de tiempos y lugares paralelos. Y esto supone la
negación del libre albedrío, porque de algún
modo estamos condenados a realizar todos los actos. En uno de los
infinitos universos paralelos, soy torero; en otro, alcohólico, y en otro hace
años que me descerrajé un tiro. Todas las posibilidades están ya dadas en la
realidad.
No pretendo que Spinoza hubiera
estado de acuerdo con esto, lo cual sólo interesa a sus biógrafos. Lo que
sostengo es que su sistema sólo es inteligible y válido si aceptamos estas
consecuencias. Decir que nada podría haber sido de otro modo, que la victoria
de Roma sobre Cartago estaba predeterminada, y que cualquier otra posibilidad,
por muy levemente distinta que fuera, era imposible, me parece algo
literalmente ilógico y por tanto inapelablemente falso.
Se replicará que el materialismo
no está obligado a aceptar este determinismo radical. Pero si no lo hace,
significa que admite que otro orden sería posible. Y en ese caso, no explica
por qué este y no otro, por qué las cosas ocurrieron de esta manera y no de
otra, por qué hay estas leyes físicas y no otras distintas. Es insostenible que
no podrían serlo, salvo que agotemos todas las posibilidades mediante el
recurso al infinito, lo que nos lleva, como hemos visto, al irracionalismo, al
florecimiento ilimitado del absurdo.
El materialista quizás argüirá
que acaso no podemos comprender la racionalidad autosuficiente de las leyes de
la naturaleza, pero que eso no significa que no exista. Aunque el universo no
fuera absolutamente infinito en el sentido de Spinoza, habría razones inmanentes
profundas por las cuales es como es, por las cuales tenemos determinadas
constantes físicas y no otras. Esto equivale a decir: hay un orden autosuficiente,
pero no entendemos por qué. Esta actitud, desde luego, sería mucho más humilde
y honesta que lo que habitualmente nos encontramos entre el presuntuoso
cientifismo al uso, que rechaza de un plumazo el teísmo como una superstición obviamente superada. Sin embargo, afirmo
que tampoco este agnosticismo puede sostenerse, pues parte del supuesto de que
no puede haber universos alternativos, cosa totalmente ilógica. ¡Claro que las
cosas podrían ser de otro modo! En vano pretenderemos hallar o suponer una
razón autosuficiente por la que el mundo físico deba estar regido precisamente
por estas constantes físicas y no otras concebibles, perfectamente
consistentes.
Así pues, de las tres
explicaciones metafísicas, la segunda, desarrollada hasta sus últimas consecuencias,
se disuelve en la tercera: todo lo posible existe; por tanto, no hay un orden
privilegiado, y cualquier cosa puede suceder ahora mismo –quizá esté
sucediendo, en dimensiones paralelas. O bien admitimos una racionalidad
trascendente, lo que nos lleva a la primera explicación, la más antigua.
Conclusión
Si el orden no es ilusorio, lo
único que lo explica es que haya sido concebido por un Ser personal. Pues vemos
que ninguna razón autosuficiente puede excluir las posibilidades no realizadas.
Solo un Ser personal trascendente puede elegir,
con vistas a un fin, entre los infinitos universos posibles. La alternativa es
la irracionalidad total, suponer que todo lo posible, por delirante que
parezca, es real o podría serlo. (La teoría del multiverso sostiene que todo lo posible es real; el existencialismo
sartreano que todo lo posible podía ocurrir en cualquier momento. Esta variante
me parece intelectualmente superior, porque no necesita postular infinitos
universos, aunque ambas son predictivamente indecidibles.)
Todo orden, pues, obedece a un
diseño. La primitiva intuición según la cual el universo es análogo a un reloj
(lo que implica un relojero) se revela entonces como absolutamente certera.
Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, comparó el universo con una cítara
bellamente ornamentada, que implica la existencia de un artesano. Recientemente,
el filósofo de la ciencia Soler Gil ha reelaborado este argumento del artífice
de forma sumamente sugestiva, basándose en la cosmología científica para
definir el universo como un objeto,
que no puede existir por definición sin una causa trascendente. (Véase su
ensayo “La cosmología física como soporte de la teología natural”, en el libro
colectivo editado por él mismo, Dios y
las cosmologías modernas, BAC, 2005.)
No es que los seres humanos, para
explicar la naturaleza, utilicen su experiencia sobre sus propias operaciones
psicológicas, porque sea lo que tienen más a mano; es que, bien mirado, no tenemos
nada más aparte de ello. No hay, por mucho que busquemos, una razón inmanente,
autosuficiente, de las cosas: solo puede haber un Logos trascendente, un Ser
libre que decide que exista un mundo y cómo debe ser ese mundo. Como señala
Camus, “el espíritu que intenta conocer la realidad no puede sentirse
satisfecho hasta que no la ha reducido a términos de pensamiento”. (El mito de Sísifo.) La única alternativa
(que es la que adopta trágicamente el escritor francés) es el absurdo.
Sin duda, no comprendemos por qué
Dios ha creado el mundo tal como es, en todos sus detalles. Por así decirlo, se
nos escapa totalmente el sentido de la forma de los cristales de nieve, las
hojas de los pinos o los anillos de Saturno, en la economía total de la
creación. (Porque seguro que en la mente de Dios, todo, hasta lo más
insignificante, tiene un sentido.) Esto da pie a la clásica objeción según la
cual la explicación teísta tampoco explica nada, pues todo lo remite a la
inescrutable mente de Dios. Sin embargo, si hay algo que conocemos de manera
mucho más inmediata que cualquier otra cosa, es lo mental. Al sostener que el
fundamento del universo es una Inteligencia, estamos expresando algo cargado de
mucho más sentido que si afirmamos que el fundamento de todo es la materia. De
la materia solo tenemos un conocimiento negativo: es lo que no soy yo, lo que
se me opone, lo que me ofrece resistencia, lo que desconozco en sí mismo, el
noúmeno incognoscible de Kant. Por el contrario, mi mente es diáfana, mis
pensamientos no son objetos con los que me encuentre, dotados de una entraña
oculta, sino que son para mí de una transparencia absoluta. El llamado subconsciente es en este sentido tan
material como lo son mis pulmones o mi hígado: deduzco su existencia pero no la
percibo inmediatamente. Sé, por ejemplo, que hay cosas en mi memoria que no me
son presentes en este momento, y que surgen en determinadas circunstancias.
Pero cuando lo hacen, dejan por definición de estar ocultas, es decir, dejan de
ser materiales (estados bioquímicos
neuronales.)
El reduccionismo materialista,
que identifica las operaciones de la mente con estados moleculares de la
corteza cerebral, incurre en un pésimo negocio. Elimina lo único que realmente
comprendemos de manera inmediata (nuestros pensamientos, nuestras libres
decisiones, nuestros sentimientos), fundiéndolo en una entidad opaca llamada
materia, que será por siempre lo absolutamente otro, el no-yo, por mucho que la manipulemos con aceleradores de
partículas cada vez más grandes y más costosos.
Si el mundo es racional, es
decir, inteligible, debe haber sido hecho por un Dios personal trascendente. Su
existencia no se puede demostrar de manera irrefutable (pues el mundo podría,
después de todo, ser irracional, inintelibible), pero creer en ella resulta
casi irresistible, una vez se comprende que la única alternativa es abrazar el
irracionalismo absoluto. La gran mayoría de personas cree, con sobrados
motivos, que el universo está regido por leyes racionales. El problema es que muchos
todavía creen además (pese a lo que escribió Wittgenstein hacia 1920) que estas
leyes son la explicación –cuando es obvio que son lo que precisa de una
explicación.
Por supuesto, la mayoría de la
gente cree en Dios sin necesidad de ningún razonamiento. Esto tiene una
indudable ventaja, y es que no todo el mundo posee formación suficiente (aunque
el autor carece de título universitario, dicho sea de paso) para poder seguir
este tipo de argumentaciones. Incluso quien presta su asentimiento a algún argumento
racional, tiende a olvidar la evidencia que le produce su conclusión. La fe
forma parte inextricable del conocimiento huamano, y sin ella estaríamos
condenados a partir siempre de cero, a contar con los dedos cada vez que quisiéramos
asegurarnos de que siete por ocho son cincuenta y seis.
Sin embargo, la fe por sí sola se convierte en un
subjetivismo entre otros, abonando el terreno al relativismo. Si los creyentes
nos conformamos con decir, sin argumentar, y en actitud aparentemente
tolerante: “esto es lo que yo creo, tú puedes pensar lo que quieras”, nos
condenamos a la irrelevancia, porque nuestros discrepantes a menudo no son tan
comprensivos, sino que nos tachan de supersticiosos y oscurantistas. Decirle a
los ateos que se equivocan (no simplemente que no estamos de acuerdo con ellos)
no es ser intolerante, sino sencillamente todo lo contrario, es no guardarnos
la verdad para nosotros solos. Es un acto de amor al prójimo.