En la página 16 del suplemento "Crónica" de El Mundo de este domingo, 18 de noviembre, se cuenta la historia de Savita Halappanavar, una mujer india que murió hace unas semanas en un hospital de Irlanda, "tras negarse los médicos a practicarle un aborto". La redacción del artículo sugiere dos cosas que no se desprenden en rigor de los hechos. La primera, que la muerte de la mujer fue a causa de no practicarle un aborto. La segunda, que S. Halappanavar es una víctima de la superstición católica, que impide abortar para salvar la vida de la madre "en pleno siglo XXI", como exclama el desconsolado viudo. (Solo se nos aporta su versión, no la de los médicos.)
Los hechos son los siguientes: Savita, embarazada de 17 semanas, acude al hospital con dolores de espalda el 21 de octubre. Los médicos le dicen que sufre dilatación del útero y pérdida de líquido amniótico, por lo que el feto no sobrevivirá; solo queda esperar que se produzca un aborto natural. La mujer al día siguiente pide que se le realice un aborto, pero los médicos se niegan: No podrán extraer el feto hasta que no se certifique su muerte cardiológica. La tarde del martes, el estado de la paciente empeora, y es tratada con antibióticos. El miércoles, el bebé muere y es extraído del útero. "Al salir del quirófano estaba muy enferma", cuenta el marido. Su mujer muere cuatro días más tarde, el 28 de octubre, de una septicemia.
Por lo que se nos relata, no hay ninguna razón para establecer una relación causa-efecto entre no realizar un aborto y la muerte de la paciente. Al contrario, entre el ingreso en el hospital y su fallecimiento, se produce un aborto natural, por lo que con la misma razón se podría decir que fue el aborto la causa de la muerte. ¿Hubo una negligencia médica? No lo sabemos, pero con la información que proporciona el artículo, resulta imposible determinar en qué momento se podía haber producido una supuesta negligencia, si antes o después del aborto. Decir que la paciente "murió tras negarse los médicos a practicarle un aborto" es tendencioso, porque omite que ocurrieron más cosas durante la semana en que Savita estuvo hospitalizada; entre ellas, un aborto natural, solo tres días después de su ingreso. Si los médicos se hubieran adelantado dos días a la naturaleza, ¿estaría hoy viva Savita? Por la información del periódico no lo sabemos.
Este caso nos permite una reflexión más general, exactamente en el sentido opuesto al que pretende el redactor. El dilema que se nos sugiere, entre intentar salvar la vida de una madre o la del feto ¿se da en realidad en circunstancias que no ofrezcan la menor duda? ¿En qué sentido puede afirmarse que un embarazo pone en riesgo la vida de una mujer, de tal modo que la única opción posible sea provocar un aborto? ¿Nuestra avanzada medicina no es capaz de salvar a la madre de otra manera que provocando la muerte del feto? No pretendo tener respuestas a estas preguntas, pero me sorprende que se las dé por respondidas antes siquiera de plantearlas.
Como más pienso en este tema, más provida soy. No hace mucho, yo estaba sustancialmente de acuerdo con la anterior ley que despenalizaba los tres supuestos del aborto, aunque no con su abusiva aplicación. Veía aceptable que se pudiera realizar el aborto en caso de hallarse en riesgo la vida de la madre, pero no por cualquier riesgo para su salud; una diabetes gestacional o una depresión no lo justificarían. Consideraba aceptable el aborto en caso de malformaciones muy graves del feto, pero no por enfermedades genéticas como el síndrome de Down. Y estaba a favor del aborto cuando el embarazo es producto de una violación. Desde luego, de aplicarse con rigor estos supuestos de despenalización, el número de abortos se reduciría drásticamente.
Pero hoy incluso soy más radical, si se quiere llamarlo así. Puedo comprender perfectamente que una mujer no desee un hijo, porque es fruto de una violación, o porque una ecografía revele una grave discapacidad. Pero siempre se podrá darlo en adopción o acogida, y la ley debería facilitar este procedimiento. De hecho, es posible que, tras nueve meses de embarazo, la mujer pueda reconsiderar su idea inicial. El aborto en cambio es irreversible; si el arrepentimiento llega después, ya es demasiado tarde. Una vida humana bien vale el sacrificio de nueve meses de embarazo. El argumento de que eso debe decidirlo la mujer vale lo mismo para apoyar este supuesto de despenalización, que para justificar el aborto totalmente libre, es decir, arbitrario.
En su momento defendí el aborto en caso de violación argumentando que ahí sí que se daba un conflicto entre la libertad sexual de la mujer y la vida del feto. Cosa que no ocurre cuando se produce un embarazo no deseado, pero fruto de una relación sexual consentida. En el segundo caso, se da un acto que entraña responsabilizarse de sus consecuencias; en el primero, no. Sin embargo, mi argumento incurría en una falacia, pues el conflicto no es propiamente entre la vida del feto y la libre elección de la maternidad, puesto que se puede renunciar a ejercer la maternidad sin matar al nonato. El conflicto en todo caso sería entre sobrellevar los nueve meses de un embarazo no deseado y la vida del feto. Está claro que en ese caso, el interés del más débil debe prevalecer sobre cualquier consideración de mero bienestar psicológico y fisiológico.
Quedaría, pues, un único motivo de despenalización, cuando se produce el dilema entre salvar la vida de la madre y la del feto. Supongamos, haciendo abstracción de cualquier circunstancia real, que nos viéramos forzados a elegir entre la vida de dos personas, de tal modo que, si no matamos a una de ellas, con toda seguridad morirían las dos. Creo que no hay lugar a dudas que es mejor salvar al menos una que ninguna, aunque eso implique el difícil trance de matar a la otra. Existe otra variante de este dilema, un poco más difícil. Supongamos que sabemos que, si no matamos a una de las dos personas, de todos modos una de ellas morirá. ¿Sería lícito que pudiéramos decidir cuál sobrevive? Se me ocurren casos en que, intuitivamente, responderíamos afirmativamente. Imaginemos que hay que elegir entre una mujer con marido e hijos, a los cuales dejaría huérfanos y viudo, y el feto que lleva en el vientre.
Alguien podría argumentar, desde una perspectiva religiosa, que el hombre no tiene ningún derecho a elegir quién debe morir, porque la vida es sagrada. Pero creo que eso supone olvidar otro principio, también religioso (al menos, cristiano), y es que ninguna vida vale más que otra. Por tanto, si por omisión permitimos que mueran dos personas, estamos actuando moralmente peor que si, matando a una de ellas, salvamos la otra. El resultado neto es que muere solo una, no dos. E incluso en el segundo dilema, cuando el resultado neto es el mismo en cualquier caso, parece moralmente defendible poder elegir quién debe sobrevivir, si con ello obtenemos otros bienes también moralmente valiosos, como que unos hijos no pierdan a su madre.
Ahora bien, aunque este planteamiento me sigue pareciendo irreprochablemente lógico, el problema es que en el mundo real, rara vez se producen situaciones tan claras. El conocimiento humano está muy lejos de la certidumbre que presuponen este tipo de dilemas, que rara vez se observan fuera de la pizarra de una clase de ética. Es evidente que, incluso aunque las leyes no previeran ningún tipo de despenalización del aborto, de darse una situación tan nítida, entraría dentro de la discrecionalidad del juez emitir un fallo absolutorio del médico que hubiera incurrido en un aborto. El único motivo por el cual se podría condenar al profesional sería que cuestionáramos el pronóstico médico, es decir, los términos del dilema.
Si no tenemos verdadera seguridad de que la mujer va a morir (o incluso de que no muera de todos modos, pese a practicarle un aborto... ¡o precisamente a causa de ello!), lo más sensato es no intervenir, y como se decía cuando no éramos tan arrogantes como hoy, que sea lo que Dios quiera. En Edipo rey, de Sófocles, un oráculo le vaticina al protagonista que matará a su padre y se casará con su madre. Edipo, horrorizado, huye de la casa paterna, sin saber que los padres que conoce son adoptivos. En su huida, mata a un desconocido en un altercado, para después terminar casándose con la mujer de la víctima. Ambos son sus auténticos padres biológicos, como al final descubre.
La medicina está muy lejos de ser una ciencia exacta. Personas sentenciadas por los médicos, acaban sobreviviendo. Otras entran en un hospital para una intervención supuestamente trivial, y no salen con vida. ¿Debe un profesional de la medicina aventurarse a tomar decisiones que implican acabar con un ser humano, basándose en una presciencia de la que carece? A falta de conocer más detalles del caso de Savita Halappanavar, sería absolutamente precipitado asegurar que murió por no practicarle un aborto dos días antes de que este se produjera por causas naturales. Quizás hubiera muerto de todos modos. Pero es tan fácil tomar decisiones en una pizarra, o desde una tribuna periodística...