sábado, 6 de noviembre de 2010

Las razones del odio


El Congreso ha admitido a trámite un proyecto de ley que elimina el Libro de Familia, pocos días antes de que el Papa llegue a Barcelona para dedicar una misa al templo de la Sagrada Familia. (Sí, sagrada; qué cosas tienen los cristianos... Se empeñan en conferir valor trascendente a la vida y a la familia: ¡Maldito oscurantismo!) Como siempre, la legión de progretas de la televisión pública, Tele 5, La Sexta, Cuatro, la SER, El País, Público, El Periódico, etc, se emplearán a fondo para ridiculizar toda crítica a la enésima ocurrencia legislativa socialista, reduciéndola a mera exageración de la "caverna mediática". Pero hay que ser realmente ingenuo o sectario para negar que el partido gobernante muestra una profunda aversión contra la familia. Divorcio exprés, matrimonio homosexual, aborto libre sin necesidad del permiso del padre ni de la madre, ruptura de la filiación paterna y, como una consecuencia totalmente lógica, derogación de la figura registral de la familia, anticipo de su derogación jurídica en la práctica... Para ser una "cortina de humo", como todavía se empeñan en sostener algunos ineptos, ofrece una apariencia de proyecto sistemático de ingeniería social que tumba de espaldas.

Estos días se debatirá hasta la náusea (me parece oír ya los gritos de "La Noria") sobre la prevalencia del apellido paterno, aunque no se trata del aspecto más relevante de la reforma legislativa. Que los padres puedan decidir el orden de los apellidos es algo razonable, que ya existe en países como Inglaterra, donde las personas sólo tienen un apellido, y ninguna ley prohíbe que pueda ser el de la madre, aunque la costumbre hace que incluso ésta adopte el de su marido. Sin embargo, al introducir por defecto el orden alfabético, el Estado prácticamente obliga a los padres a tener que plantearse una posible fuente de discusiones que de otro modo posiblemente ni se les habría ocurrido. El resultado, bajo el pretexto de la igualdad de género, es restar todavía más significación a la figura paterna, que culturas como la nuestra se han esforzado durante milenios en implicar en la crianza y sostén de los hijos. Eso sí, el padre divorciado no transmitirá acaso su apellido, pero deberá seguir manteniendo a su ex mujer y a su progenie. Todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros.

De mucho más calado me parecen otros dos aspectos del proyecto de ley. El primero es que el registro civil deja de ser una competencia del poder judicial y pasa a manos de la administración dependiente del ejecutivo. Y el segundo es que, como adelantaba, el Libro de Familia es sustituido por una especie de ficha electrónica individual, donde todos recibiremos un "código personal de ciudadanía" basado en el DNI. Es decir, lamento desengañar a quien, desde un punto de vista liberal, pudiera pensar que no está tan mal eliminar un documento administrativo que no necesitábamos para nada. En realidad, la nueva ley aumenta las posibilidades de control del poder político, creando otra organización burocrática más, con sus propios cargos funcionariales, como son la Oficina Central del Registro Civil, las Oficinas Generales (una "al menos" por cada comunidad autónoma), las Oficinas Consulares, los Encargados de las Oficinas del Registro Civil, etc.

Con todo, no debemos desdeñar el aspecto simbólico. La familia deja de ser reconocida por la administración como un ente con personalidad propia. En lugar de ello, se llevará un registro exhaustivo de las vicisitudes individuales, como cambios de pareja, de apellidos y hasta de sexo, sin que exista una institución intermedia entre el individuo y el Estado. Algunos individuos tendrán vínculos registrales con otros individuos, pero no podrá decirse, en rigor, que pertenezcan a una unidad familiar, porque a efectos administrativos, tal cosa no existirá.

¿Cuál es la razón profunda de todo esto? ¿Por qué la izquierda odia tanto a la familia? La respuesta no es complicada, pero conviene advertir que aquí no abogamos por ninguna conspiración. Aunque no es descartable que haya quien actúe con plena consciencia de los objetivos que expongo aquí, basta con que el poder político se mueva por instinto para llegar a resultados muy similares. Y el poder, por naturaleza, tiende a tratar de disolver toda institución que permita a los individuos escapar de un modo u otro a su completo dominio. La familia es en este aspecto la institución más importante que existe. Cumple dos funciones fundamentales: Primero, transmite valores, costumbres, creencias y experiencias a la siguiente generación, de manera que gracias a ella el Estado no controla totalmente la educación. Y segundo, proporciona asistencia socioeconómica a los niños, ancianos y miembros desfavorecidos, al tiempo que establece vínculos (por ejemplo, en las empresas familiares) que escapan a la fiscalización estatal, de manera que mitiga la dependencia de los individuos respecto de las ayudas estatales y crea espacios donde la administración no penetra. Mientras haya familias sólidas, habrá niños que recibirán una determinada educación moral, independientemente de que sea la más conveniente para el poder político. Habrá personas a las que se enseñará que determinados principios no pueden ser revocados o reformados por una asamblea, por democrática que sea. (No digamos ya por un déspota.) Habrá, más concretamente, padres que tendrán la osadía de objetar a la Educación para el Socialismo, más conocida como Educación para la Ciudadanía, e incluso algunos hasta querrán que sus hijos aprendan la religión cristiana y ¡lean la Biblia! En suma, la familia es un foco de resistencia ideológico y económico. Por supuesto, esto es intolerable para la izquierda, que por ello desde hace mucho tiempo la ha identificado como uno de sus peores enemigos, es decir, en su lenguaje, el último refugio del oscurantismo y la reacción. Claro que existen familias poco recomendables, por ejemplo que practican matrimonios forzosos o ablaciones. Casos como estos justifican y obligan a la intervención estatal. Pero también hay Estados que matan a los ciudadanos y los torturan, y no por ello se deduce que hay que abolir el Estado.

Aunque naturalmente, todo esto no son más que exageraciones histéricas. Los socialistas lo único que pretenden, en su ilimitada filantropía, es adaptar las leyes a las "nuevas realidades sociales". Y adivinen quién decide cuáles son esas nuevas realidades.