miércoles, 5 de diciembre de 2012

La LOMCE y sus enemigos

El Anteproyecto de Ley Orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE) del ministro Wert parte de la constatación de que el sistema educativo español tiene un problema de calidad: abandono escolar, bajas calificaciones en las evaluaciones internacionales y reducido número de estudiantes en alcanzar la excelencia. Si el principal objetivo de la educación debe ser permitir la movilidad social, no es suficiente con su universalidad, sino que es fundamental la calidad de la enseñanza recibida. De nada sirve una igualación en la mediocridad.

Para ello la LOMCE emprende una moficación de la anterior Ley Orgánica de Educación, de 2006, consistente básicamente en los siguientes puntos:

-Simplificación del currículo (es decir, priorizar las asignaturas importantes).
-Facilitar que los alumnos puedan seguir distintas trayectorias según sus capacidades.
-Reforzar los conocimientos instrumentales, como idiomas o matemáticas.
-Instaurar sistemas de evaluación nacional, de manera que los centros educativos tengan una referencia clara de sus objetivos y que sus resultados sean conocidos.
-Aumentar la autonomía de los centros y la rendición de cuentas de los docentes, para favorecer la competitividad y la especialización.
-Reforzar la Formación Profesional.
-Hacer efectivo el derecho a estudiar en español en las comunidades autónomas con lenguas cooficiales y asegurar unos contenidos troncales comunes en todo el territorio nacional.
-Eliminar una asignatura de adoctrinamiento obligatorio como era Educación para la Ciudadanía, y permitir a los padres elegir entre religión y "Valores Culturales y Sociales" (Primaria) o "Valores Éticos" (ESO).

En resumen, todo esto se podría resumir en tres o cuatro ideas fundamentales: Que los centros educativos funcionen con criterios mensurables de eficiencia, eliminar adoctrinamiento ideológico o nacionalista, y que el objetivo de la enseñanza no es conseguir un gran número de titulados universitarios en paro, sino personas formadas para la profesión que elijan. Puro sentido común. No es de extrañar, por tanto, que izquierdistas, nacionalistas y laicistas hayan puesto el grito en el cielo.

La izquierda detesta que los alumnos que tienen más talento y que se esfuerzan más obtengan mejores resultados, y que los caminos de los estudiantes puedan divergir según sus capacidades. Ellos quieren que todos sean iguales, que todos vayan a las mismas clases y estudien lo mismo, aunque el resultado sea que muchos lleguen a la universidad con faltas de ortografía y sin saber quién era Gracián. Vamos, que podamos presumir como Cuba de tener un gran porcentaje de población con una titulación superior, aunque no tenga donde caerse muerta.

Los nacionalistas ven cualquier intento de legislar en educación desde el gobierno central como una injerencia inadmisible en sus competencias, porque para su poder es básico el control de los medios de comunicación y el sistema educativo. Lamentablemente, el hecho es que tienen cedidas las competencias, por lo que ninguna ley orgánica va a resolver este problema.

Por último, los laicistas quieren que la alternativa a la religión sea el patio, para que los que optan por conocer los fundamentos cristianos de nuestra civilización sean los menos, y los tentados por el recreo los más. (Sobre todo a partir de la edad en que se resisten más a la opinión paterna.) Aunque su objetivo sea perverso, al menos hay que reconocer que de algún modo los laicistas tienen razón. Porque eso de los valores culturales, sociales o éticos sin referencia trascendente no deja de ser una engañifa, aunque se trate de una de las engañifas con más prestigio apadrinadas por la intelectualidad. Basta citar algunas de las últimas obras de Savater, de Salvador Giner (El origen de la moral, Península, 2012) o Norbert Bilbeny (Ética, Ariel, 2012), para constatar el heroico empeño en ofrecernos la salvación laica, en fundamentar algo así como una ética de manual de autoayuda al estilo de "Cómo ser buenos sin esfuerzo (y sin todos esos incordios de Dios, el pecado y la culpa)".

A pesar del escepticismo que pueda inspirar la enésima reforma educativa de la democracia, sus enemigos no pueden conseguir otra cosa, en mi caso, que hacerme simpatizar con ella. Ojalá lograra solo la mitad de los que pretende, que sería mucho.