La inversión de valores es un proceso cultural por el cual las concepciones de una minoría intelectual se difunden entre las masas, y en el que podemos distinguir tres fases. En la primera, que podríamos llamar fase crítica, determinados valores tradicionales son sometidos a un análisis sesgado a fin de cuestionar sus fundamentos, omitiendo los argumentos favorables a estos. La segunda fase, o fase progresista, ya no se limita a introducir la duda, sino que trata de poner de relieve los supuestos efectos nocivos de la moral tradicional, y solo estos. En la tercera y última fase, que llamaré propiamente fase de la inversión de valores, las consecuencias de la subversión de los valores tradicionales, antaño consideradas indeseables, son presentadas como lo "normal", como algo bueno en sí mismo.
Para el éxito del proceso, en la fase crítica es muy importante dar a entender que el análisis racionalista no tiene ningún efecto en la moralidad, que se trata de una cuestión meramente académica, un mero debate entre personas civilizadas, porque de lo contrario los críticos pueden ser acusados de minar la moral tradicional, y obligados a cesar en su labor intelectual, o por lo menos a reconocer sus posibles consecuencias sociales y tenerlas en cuenta en su análisis.
En la fase progresista, sucede algo muy curioso. Se juzgan como perversas las consecuencias de la moral tradicional, pero esto todavía se sigue haciendo (en parte, al menos) con la propia escala de valores tradicional. En cierto modo, los valores se minan desde dentro. La finalidad es que quienes están todavía inmersos en ellos no interpreten la subversión como si les estuvieran arrebatando sus convicciones más profundas, sino al contrario, como si se tratara de purificarlas, de eliminar sus inconsistencias.
Por último, desarmada toda prevención, la inversión de valores puede ya consumarse. Los efectos de los nuevos antivalores, que en las dos primeras fases hubieran escandalizado, ahora ya se pueden reconocer sin generar rechazo, porque ya hemos sustituido, de manera gradual e insensible, los valores tradicionales por los nuevos antivalores. Ahora solo queda una labor de afianzamiento, en la cual es muy importante mantener vivo el temor a una restauración de los antiguos principios morales.
Un ejemplo. La moral judeocristiana desaprueba la homosexualidad. La crítica ilustrada a la religión mantuvo durante dos siglos la misma desaprobación, pero sustituyó el concepto de pecado por el de enfermedad. Se consideraba que las "perversiones" (como se las llamaba en la literatura médica no hace tantos años) no eran de carácter moral, sino anomalías de tipo psicológico o fisiológico. Después llegó la segunda fase, en la cual el concepto de enfermedad se sustituye por el de opción u orientación sexual. La homosexualidad ya no es considerada ni un pecado ni una enfermedad, sino una condición libremente elegida, y que debe ser respetada. El homosexual se convierte en gay o lesbiana, términos de connotación reivindicativa. Por último, en la tercera fase, no solo se respeta la homosexualidad, sino que se promueve y se propone como modelo alternativo a seguir. Actualmente nos encontramos en algún punto intermedio entre la segunda y la tercera fase, si no plenamente en la última.
Esta es la conclusión a la que llegué ayer, cuando vi en Tele5 la entrevista que Jordi González le realizó a Jorge Javier Vázquez. En ella se vertieron críticas de tono injurioso contra el alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, porque ha iniciado una campaña contra el cruising (práctica de "citas a ciegas" homosexuales en lugares públicos) en una playa del municipio. En un momento de la entrevista, no recuerdo quién preguntó retóricamente (cito de memoria): "¿Es que ahora no se podrá follar en la playa?" En otra época, no hace muchos años, cualquiera hubiera respondido: "Naturalmente que no". De hecho, la propia pregunta (por no hablar del empleo de ese vocabulario en televisión) hubiera sido impensable, pues el sentido del pudor y la decencia no había sido sistemáticamente desprestigiado por años de propaganda ideológica. Pero ahora la inversión de los valores está llegando a su culminación.
Para la Iglesia, la homosexualidad no es una enfermedad, sino una conducta libremente elegida. (Lo cual no es incompatible en absoluto con que pueda existir una inclinación homosexual de causas genéticas o ambientales.) En esto coincide exactamente con el movimiento gay, pero evidentemente su conclusión es la opuesta: Puesto que la sodomía (como se decía antaño) es voluntaria, se trata de una conducta pecaminosa. Y como todo pecado, puede ser perdonado si hay arrepentimiento sincero. Lo que implica, por cierto, que ese arrepentimiento no se puede forzar: de esto somos más conscientes ahora que en épocas pasadas, lo cual puede que sea un efecto indirecto de las dos primeras fases de la inversión de los valores. Pero este mismo proceso ha continuado su propia lógica subversiva. Ahora ya no hay nada de lo que arrepentirse, y por tanto, se ve como "normal" y hasta saludable que determinados individuos acudan a lugares públicos para practicar una promiscuidad desesperada y autodestructiva, es decir, para negar su propia dignidad como seres humanos, que es lo que defiende el cristianismo y, supuestamente, el movimiento gay. Pero claro, eso era todavía en la segunda fase.