Si tuviéramos que resumir en pocas palabras la esencia de la mentalidad progresista o avanzada, podrían valer las siguientes: El progresista es una persona que no se limita a preguntarse el porqué de las cosas, suponiendo que siquiera se moleste en ello, sino que atisba otras posibilidades y se pregunta: ¿Por qué no? Su ventaja sobre el conservador, dialécticamente, es que se trata de un tipo de pregunta muy sencilla, aparentemente inocente, pero para cuya respuesta no suele bastar con la mera lógica, sino con la experiencia acumulada de siglos, quizás milenios. Algo complicado de compendiar en una frase más o menos brillante. Por eso, con frecuencia parece que el conservador rehúye la controversia de fondo, o que se refugia en el oscurantismo. Aunque es cierto que existe una derecha política acomplejada ante la hegemonía cultural de la izquierda, nos quedamos en lo superficial si lo atribuimos exclusivamente a la incompetencia de unos políticos solo preocupados por la mercadotecnia electoral. Por principio, no es nada fácil sostener una posición determinada frente a quien traslada a esta la carga de la prueba. Es mucho más cómodo imaginar que entender, hacer preguntas que responderlas. Lo fácil es remitirse al futuro, que no está escrito, y por tanto podemos recrear a nuestro gusto; conocer el pasado –incluso el mero presente– y aprender de él, eso es otro cantar. Requiere mayor esfuerzo intelectual ser conservador que progresista.
El progresista pregunta, con supuesto candor: ¿Por qué no podemos aumentar los impuestos a los ricos para reducir la pobreza? O bien: ¿Por qué no puede alguien casarse con quien quiera –supongamos una persona de su mismo sexo? El conservador no puede responder a esto con solo tres o cuatro palabras, precisamente porque se trata de preguntas cuya respuesta implica la naturaleza esencial de las cosas, es decir, lo más difícil de expresar. Como señaló G. K. Chesterton, “no hay ningún filósofo escéptico capaz de hacer preguntas que no pueda formular igualmente un chiquillo.” Nuestra época moderna, probablemente desde Descartes, ha atribuído un mérito exagerado a cuestionarse las cosas más obvias. Ha formulado como si fuera un triunfo del intelecto las preguntas más chocantes, cuando en realidad cualquier niño se las hace en una determinada etapa de su aprendizaje vital, para regocijo de sus padres. En cambio, en sus respuestas la modernidad ha dejado mucho que desear, como si una vez formulada la pregunta, cualquier contestación ocurrente mereciera la máxima consideración. Y el progresismo se convirtió ya muy pronto, desde principios del siglo XX, si no antes, en una loca carrera de metas cada vez más disparatadas, con tal de ponerlo todo en cuestión. “Di algo, por idiota que sea, y te habrás anticipado a tu época”, observó el citado Chesterton ya en 1909.
Existe con todo una manera de parar el golpe dialéctico del progresista. Y es plantear un por qué no todavía más radical. Podemos inquirir: ¿Por qué no confiscar todos los bienes a los ricos? O ¿Por qué no puede casarse un padre con su hija? Por supuesto, existen precedentes de autores que han propuesto con total seriedad cosas semejantes, e incluso que las han puesto en práctica. La réplica del progresista puede consistir en aceptar el reto y sumarse a estas propuestas descabelladas, en cuyo caso, se desacreditará a ojos de la mayoría por sí solo. Se convertirá por sí mismo en la ilustración más esclarecedora de la locura inherente a querer llevar cualquier principio, por muy válido que sea, hasta las últimas consecuencias, más allá de todo límite razonable. Sin embargo, más probable es, hoy en día, que el progresista rechace esta vía, y se revista de un carácter moderado, que le impide llegar a tales extremos. Que descalifique al conservador como una persona de imaginación calenturienta, que ve asaltos al Palacio de Invierno donde solo hay una inocente ansia de justicia, o incestos y perversiones de toda índole donde solo hay un deseo de libertad. Pero es en este momento donde el progresista muestra toda su debilidad. O bien es consecuente hasta el final, o bien no lo es, siendo esto último de lo que acostumbra a acusar al conservador. Y tiene su parte de razón. El conservador no es consecuente hasta el final, porque la vida no puede reducirse a mera lógica. Existen toda una serie de supuestos, de hechos dados que en sí mismos no son “lógicos”, pero sin los cuales no podríamos hacer una descripción reconocible del mundo real. No es lógico que existan dos sexos. No es lógica la propiedad privada. Sin embargo, antes de suprimir las diferencias sexuales o económicas, convendría estar muy seguros de las consecuencias. El progresista, aunque lo crea, no lo está más que ninguno de nosotros, no es un ser investido de una sabiduría superior. Simplemente, confía en que la posteridad le dará la razón, que lo señalará como un “adelantado a su época”. Su criterio de la verdad se reduce a esperar a que se mueran quienes discrepan de él. Lo cual es una forma de decir que le importa muy poco la verdad.
La verdad, por definición, es inmutable, es algo válido para todos los tiempos. El progresista lúcido no puede creer en algo así, necesariamente debe pensar que todo puede cambiar, que nada es para siempre. Hoy vemos (todavía) como algo natural que los padres críen a los hijos. Dentro de unos siglos, como imaginó Aldous Huxley en su distopía Un mundo feliz, eso podría parecer un atraso propio de épocas prehistóricas, en las que la reproducción y crianza humanas todavía no habían sido estatalizadas. Un progresista consecuente no puede rechazar esta posibilidad, salvo para disimular sus verdaderas intenciones, sus secretos anhelos. El conservador cree en unos valores eternos, pese a que no esté muy seguro de reconocerlos en toda su pureza. Cree, a diferencia de Nietzsche y de la posmodernidad, que la verdad existe, que cualquier sistema social no será válido solo porque llegue a triunfar en un futuro. Un conservador no necesita creer que la historia está de su parte, le basta con creer que tiene la razón, aunque sea una causa perdida. En cambio, un progresista que lea la novela de Huxley, si es sincero consigo mismo, tendrá que decirse a cada momento lo que la Serpiente bíblica le susurró a Eva en una olvidable (y olvidada) obra de teatro de George Bernard Shaw:
Tú ves cosas; y dices '¿Por qué?' Pero yo sueño cosas que nunca han existido; y digo '¿Por qué no?'
domingo, 13 de noviembre de 2011
La ideología del por qué no
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