En el debate político e ideológico, las palabras con frecuencia sirven más para confundir que para aclararnos. Cuando una persona de izquierdas pronuncia el vocablo derecha, está pensando en algo distinto de lo que entienden las propias personas de derechas. Y viceversa. De ahí que en realidad casi nunca se produce un verdadero diálogo; lo que hay son monólogos impermeables, diálogos de sordos, cuando no de besugos.
Algo parecido ocurre incluso en las discusiones de familia, por así decir, entre liberales y conservadores. Hay liberales, o conservadores, que pretenden demostrarnos que en realidad ambas expresiones no aluden más que al mismo objeto, o a aspectos complementarios del mismo objeto. En cambio, otros liberales, así como algunos conservadores, se esfuerzan en señalar un foso infranqueable entre ambos, enviándose mutuamente a compartir el infierno con el adversario socialista o progresista.
En realidad, las dos tesis tienen su parte de verdad; lo que ocurre es que, una vez más, se utilizan las mismas palabras para referirse a cosas distintas. Lo cual solo genera confusión. Liberal significa cosas distintas según quien lo diga, e incluso a menudo cuando lo dice la misma persona en contextos diferentes; y lo mismo pasa con conservador. Lo importante es distinguir entre lo que son estériles debates nominales y lo que son disputas filosóficas genuinas, para no malgastar energías.
Estoy de acuerdo con Santiago Navajas cuando, citando a Vargas Llosa, enuncia que uno de los rasgos definitorios del liberalismo, si queremos atenernos al uso común, es el espíritu de tolerancia, es decir, si se me permite citar a otro autor menos de moda, “estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo” (Gregorio Marañón). Sería imposible definir como liberal a quien negara esto. Pero para ello, es preciso partir de unas determinadas convicciones, porque a fin de practicar la noble virtud de entenderme con quien piensa diferente, primero es necesario que yo piense algo, que crea en algo. La tolerancia no es indiferencia ni relativismo, no consiste en afirmar que todo es verdad o que nada lo es. Todo lo contrario, la tolerancia solo puede arraigar allí donde existen dogmas incompatibles, si se me permite la paradoja. O como diría un consumado maestro de la paradoja:
“Yo estoy muy dispuesto a respetar la fe de otro hombre; pero es demasiado pedir que respete sus dudas, sus mundanos titubeos y sus ficciones, sus regateos políticos y sus farsas.” (G. K. Chesterton.)
Precisamente por ello, discrepo rotundamente de Santiago cuando afirma que “cuantas menos restricciones morales, más grados de libertad política”. ¡Es exactamente al revés! Solo gracias a que existen restricciones morales, es posible reducir la coacción política. De ahí que la aparente contradicción entre la permisividad moral de la izquierda y su pasión estatalista no sea tal, sino que se trate de las dos caras de una misma moneda. Cuando el gobierno permite que las niñas de dieciséis años aborten sin conocimiento de los padres, no está aumentando la libertad de que dispone la sociedad, ni siquiera las de esas niñas, que ya antes podían hacer lo mismo, aunque sin la colaboración del contribuyente. Aparte de socavar el derecho a la vida, el gobierno está entrometiéndose brutalmente en el ámbito privado de la familia, está laminando la autoridad paterna para dejar sin rival, sin contrapeso alguno a la autoridad estatal. Y de manera general, al relativizar, desacreditar y poner en entredicho las normas morales de los gobernados, de manera directa los gobernantes están escapando ellos mismos a toda norma. La única norma es su propia arbitariedad.
Santiago acusa a los conservadores, generalizando con forzada simetría, del mismo error que la izquierda. Si esta pretende imponer la utopía, análogamente los conservadores aspiran a restaurar un pasado mítico, una edad dorada tan quimérica como las elucubraciones futuristas de fabianos, anarquistas o marxistas. Si los socialistas hablan de “democracia popular”, los conservadores hablan de “democracia orgánica”... Pero en realidad, Santiago hace trampa, porque la nostalgia de una edad mítica o una comunidad primigenia es lo que define al fascista o al islamista, no a un conservador occidental típico. Defender la moral judeocristiana no es pretender regresar a nada, es simplemente tratar de preservar los cimientos que hacen posible nuestra civilización. Que debemos respetar a las personas que no tienen la mismas creencias, es indudablemente la gran aportación del liberalismo al pensamiento moderno. Pero esa aportación procede en gran medida del propio cristianismo y su doctrina de un Dios piadoso, que no se olvida ni siquiera de los pecadores. Lo cual es algo por completo distinto de negar que exista el pecado.
Así pues, tenemos que el liberalismo es tolerancia, pero esta palabra hoy en día se malentiende sistemáticamente, confundiéndola con relativismo. La tolerancia implica partir de unas convicciones, de unos dogmas, de lo contrario es otra cosa, es indiferencia, simple pasotismo. El liberalismo, por tanto, no puede reducirse solo a la tolerancia, debe tener algún contenido adicional, un núcleo de convicciones a partir del cual puede precisamente ejercer esa virtud de tolerar a quienes no las comparten. Antes citaba a Marañón, pero la cita no era completa. Decía el eminente médico que además de entenderse con el que piensa distinto, ser liberal es en esencia una segunda cosa:
“...no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin.” (Ensayos liberales.)
Que el fin no justifica los medios no equivale meramente, como superficialmente se suele creer, a una más o menos estrecha actitud legalista y garantista. La discusión sobre qué medios son moralmente adecuados para obtener un fin determinado jamás podrá zanjarse mediante un enunciado genérico. ¿La prevención de atentados justifica las torturas a miembros de Al-Qaeda? La respuesta puede depender, claro, de qué tipo de torturas hablamos, pero en todo caso, sería inútil pretender que solo hay una posible respuesta liberal. Algunos liberales dirán que no, otros que sí.
Más allá de sus aplicaciones concretas, necesariamente imperfectas y discutibles, el principio de que el fin no justifica los medios significa la negación rotunda y explícita del utilitarismo. Y por tanto, la afirmación de que existe un orden moral previo a la razón, la cual no es otra cosa que la facultad de planear la acción de acuerdo a determinados fines. Solo si admitimos que existen unos derechos inalienables del ser humano, previos a cualquier consideración racionalista, podemos poner límites a las pretensiones de la ingeniería social de la izquierda. Solo aceptando la existencia de un orden natural podemos distinguir radicalmente al liberalismo de la izquierda, más allá de una disputa sobre métodos. Y ese es precisamente el componente inequívocamente conservador. Si la tolerancia está en el código genético del liberalismo, la postulación de unos fines últimos, más allá de las convenciones humanas, es lo que caracteriza al talante conservador. El izquierdista cree que hay que solucionar los males sociales, e incluso los que no son males en absoluto, como sea. El conservador no cree en soluciones finales, no está dispuesto a lo que sea con tal de terminar con la pobreza, las injusticias o lo que algunos iluminados juzgan como tales. Recela de las ideologías de todo signo porque cree que hay límites a lo que los seres humanos pueden legítimamente hacer, por muy buenas que sean sus intenciones declaradas. Cree en unas normas que nos son dadas inapelablemente, no que nos damos a nosotros mismos. La libertad conservadora lo es frente a los hombres, no frente a Dios o la moral.
Liberalismo y conservadurismo tienen orígenes diferenciados, pero felizmente pueden confluir. Que al resultado lo llamemos liberalismo, conservatismo, o liberal-conservadurismo, es asunto relativamente menor, que puede decidirse en función del contexto. Pero me atrevo a sugerir que quizá el término más englobador sea el de conservadurismo. ¿Por qué? Pues porque no deja de ser consecuente con el ánimo más desengañadamente conservador pensar que, del mismo modo que no existe la solución definitiva de todos los males, reales o supuestos, tampoco se impondrá nunca, definitivamente, de una vez por todas, la verdad. La tolerancia significa reconocer que la verdad y la mentira coexistirán hasta el final de los tiempos, que nunca amanecerá una era de unanimidad universal, al contrario de lo que izquierdistas, fascistas, islamistas y herejes varios han imaginado en todo tiempo y lugar. Curiosamente, también fue ese un error de la Ilustración (sin que ello implique negar sus aspectos enormemente valiosos), pensar que podía advenir una edad adulta de la humanidad, que supusiera un corte radical con el pasado. El conservador, no hace falta decirlo, no cree que exista ese corte, ni menos aún espera que se produzca.