Ante esta pregunta, un alumno aplicado podría responder con el artículo 1.2 de la Constitución: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.” Pero eso no responde la cuestión empírica, que no es quién ejerce el mando legítimamente, sino realmente.
Esto no implica dar por sentado que la legalidad sea una mentira, o como decían los marxistas, una superestructura de la clase dominante. Si realmente el poder se redujera a una posición de fuerza, no se entendería qué necesidad tendrían los poderosos de construir tales superestructuras para justificar su dominio de facto.
En realidad, como muy bien explicó Ortega, la fuerza viene dada por el mando y no al revés. Y el mando no se nutre de otra cosa que de la “opinión pública”, tanto en los países democráticos como entre los aborígenes australianos. Todo poder es en el fondo un poder espiritual.
La diferencia entre una democracia y una tiranía no es, como se suele creer ingenuamente, que la segunda carezca de apoyo popular, sino que en la primera el poder está limitado por las leyes, las instituciones y las costumbres políticas. Franco no hubiera gobernado durante cuarenta años si una parte considerable de la población no le hubiera apoyado, aunque fuera silenciosamente. Y lo mismo puede decirse de Fidel Castro.
Por tanto, la pregunta sobre quién manda, en España o donde sea, lo único que da por sentado es una obviedad: Que en toda sociedad humana, y en todos los niveles (empresas, asociaciones, ejércitos, naciones, etc) hay quien manda y quien obedece. El progreso de la civilización consiste en poner límites y controles al mando, al uso de la fuerza por parte de la autoridad, no en eliminar ni la una ni la otra, lo cual es mera fantasía.
Aclarado esto, cuando queremos saber quién manda, lo único que pretendemos es conocer qué clase de individuos ejercen esta actividad, cómo son y cómo alcanzan tal posición. Para nada nos interesan las elucubraciones conspiratorias.
Una respuesta muy difundida es precisamente alguna versión más o menos vulgarizada de la explicación marxista. Según esta, quienes mandan son los ricos; el poder y la riqueza son una y la misma cosa. El dinero puede comprar a la policía, a los jueces, a los políticos. Y todas las ocasiones en que eso efectivamente sucede, tanto en la realidad como en Hollywood, vienen a reforzar una tesis tan popular.
Pero si los ricos mandaran, no necesitarían pagar a quienes de verdad mandan. El dinero no compra al poder, aunque a veces se lo crea –paga un peaje. A veces esto no se entiende bien porque existen poderes que aparentemente se basan en el dinero, como la mafia. Pero en realidad su fuerza no tiene un origen económico, sino que se funda en vínculos de tipo parafeudal. Todo poder es por definición político y, en su estado de plenitud, carismático.
Todavía hay quien pretende hacer creer que en España existe una aristocracia del dinero que se perpetúa hereditariamente. Según Maruja Torres, la derecha está en contra de la función igualadora de la educación pública, porque "su objetivo a largo plazo es prolongar la hegemonía de sus cachorros, educados en las más exquisitas escuelas e imbuidos de la noción, que se les transmite, de merecedores de la herencia por derecho natural." (Como si los “cachorros” de los dirigentes de izquierdas no acudieran a los mismos centros.) En esta línea, el sociólogo José L. Álvarez afirma que en España la clase política, la judicatura, los consejos de administración de las grandes empresas, los bancos, siguen todavía impermeables a la movilidad social, y asegura que el PP es un partido que solo defiende los intereses de estas élites. (Sus millones de votantes tienen que ser, en consecuencia, “tontos de los cojones”, según la célebre definición de un alcalde socialista.)
En los años cincuenta, Charles Wright Mills, en su clásico La élite del poder, cuestionó el mito del sueño americano, según el cual cualquiera puede llegar a lo más alto en el país de las barras y estrellas. Decía Mills: “Por lo que yo sé, nadie ingresó en las filas de las grandes fortunas norteamericanas por el mero ahorro de un excedente de su salario.” Desde luego, no es fácil. Pero las estadísticas demuestran que la mayor parte de las grandes fortunas actuales de los Estados Unidos no tienen origen hereditario. ¿Puede decirse lo mismo de España? Seguramente, en menor grado que en Estados Unidos, pero en absoluto parece realista el cuadro de la sociedad que nos pintan los articulistas del periódico de Rubalcaba.
Toda élite o corporación tiende a la cooptación de sus miembros. Los juristas, los médicos, los periodistas, son admitidos como tales por otros juristas, médicos y periodistas, que son quienes establecen mediante las universidades y los colegios profesionales los criterios de admisión y de promoción. Uno no llega a juez, por lo general, por pertenecer a una familia de rancio abolengo, sino por sus resultados académicos y profesionales.
Más bien, lo que observamos es que, si existe algún criterio de admisión, es de tipo ideológico. Las universidades están dominadas (aquí como en Estados Unidos) por la izquierda. ¿Tiene las mismas posibilidades de promoción un estudiante de periodismo de ideas conservadoras o liberales que la mayoría que se deja llevar por la corriente “progresista”?
Existen gremios donde la tiranía de la izquierda quizás no sea tan absoluta. Todavía quedan médicos que objetan al aborto y jueces que creen que las leyes no pueden supeditarse a las circunstancias políticas. Es a esos jueces o empresarios o médicos a los que la izquierda considera como representantes de una clase con ínfulas elitistas, cuando en realidad defienden reductos de libertad que muchos quisieran ver desaparecer. Las sandeces tan repetidas sobre el clasismo de la derecha traslucen lo mal que lleva la izquierda la disensión. Y retratan al lector de El País, que también a su manera cree pertenecer a la élite cultural.