Esta mañana escuchaba el programa Sin complejos en esRadio. Me ha llamado la atención que Luis del Pino dijera que la cuestión de los toros en Cataluña no tiene nada que ver con la libertad, y que resulta esperpéntico plantearla así. Que si lo que les preocupa es la libertad, lo que deberían hacer los amigos de la tauromaquia es ir a protestar frente a los colegios públicos, donde no se permite a los padres que lo deseen elegir el castellano como lengua vehicular de la educación de sus hijos.
Minutos después era el turno de la intervención semanal de Pío Moa, casi siempre muy interesante, pero que hoy volvió con su matraca sobre el inglés, que está desplazando al español, etc. Y al final llega a decir que eso es mucho más grave que la inmersión lingüística en Cataluña, porque esta no va a tener éxito. Se entiende: no tendrá éxito en desterrar al español. De lo cual implícitamente se deduciría (esto lo digo yo) que para Moa el debate sobre la inmersión no es tanto una cuestión de libertad, como de idea de España. Igual que los toros, en suma.
Pero partamos de los hechos, antes de entrar en debates acaso estériles. ¿Seguro que no se puede estudiar en castellano en Cataluña? En realidad, sí se puede, como lo demuestran a menudo algunos medios de comunicación, que nos revelan los elitistas colegios a los que los propios dirigentes nacionalistas (pero no solo ellos, claro está) envían a sus hijos. Lo que no se puede hacer en Cataluña es elegir el español en la enseñanza pública. Luego, no es un problema de falta de libertad, sino de concepción de lo que son España y Cataluña, y del modelo educativo. El hecho de que esos colegios donde no se practica la inmersión en catalán no sean asequibles al bolsillo de la mayoría no tiene nada que ver con la cuestión de la libertad, como todo buen liberal sabe. No porque yo no pueda permitirme comer caviar todos los días voy a decir que en Cataluña, o en Pernambuco, no existe libertad para consumir caviar.
El razonamiento anterior no es incompatible con preferir un sistema en que los padres pudieran elegir la lengua vehicular de la enseñanza de sus hijos, incluso en la escuela pública. Del mismo modo que se puede preferir que no se prohíban los toros, y no por ello hacer de ello una cuestión de libertades, sino de símbolos, tradiciones, etc. Como yo no soy nacionalista, los argumentos melodramáticos que estos emplean para defender su modelo me parecen ridículos y falaces. Pero siempre me he sentido incómodo con la obsesión de ciertos autores a quienes admiro (pienso, por supuesto, en primer lugar, en F. Jiménez Losantos) por convertir la cuestión de la enseñanza del castellano en una cuestión de libertades en sí misma. Lo es solo en la medida en que el nacionalismo, como todo colectivismo, es terreno abonado para salvapatrias y proyectos de ingeniería social. Ahí está el problema del nacionalismo. No se trata de que viole un supuesto derecho sacrosanto de elegir la lengua de la educación. Personalmente creo tanto en ese derecho como en el derecho a cambiar de sexo a cargo de la Seguridad Social, es decir, nada.
Cuando los gobernantes, en lugar de gobernar, se dedican a tratar de moldear la sociedad a su gusto (a fer país) tenemos un problema, porque ningún gobierno es nadie para imponer la transformación de la sociedad. A partir de este momento, todos los abusos imaginables son posibles. La cuestión no es que las calles no estén rotuladas en castellano o que los libros de matemáticas, obligatoriamente, estén en catalán en la escuela pública. Eso nos podrá gustar más o menos, pero no toca una libertad esencial. A fin de cuentas, por minoritaria que sea en el mundo, el catalán es una lengua culta, como lo son el danés o el húngaro, y no pasa nada por que uno aprenda el teorema de Pitágoras en cualquiera de estas lenguas, mientras entienda lo que significa. En todas ellas se puede expresar que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Lo preocupante es lo que hay detrás de estos síntomas, que es el deseo de conformar a una población según un determinado plan, ateniéndose a un guión ideológico muy concreto.
Además puede ocurrir que no solo no estemos de acuerdo con los métodos de ingeniería social, sino tampoco con sus objetivos. Desde luego, yo no deseo una Cataluña independiente; tanto por razones prácticas como sentimentales, prefiero una España cohesionada, en la cual se respeten las particularidades culturales de cada región, pero donde el castellano, o español, fuera de manera efectiva la lengua oficial, la utilizada en la enseñanza, en las señalizaciones viarias, etc. Los catalanes nunca habíamos tenido problemas con el castellano hasta que una minoría de excusionistas y sardanistas neorrománticos y fascistoides se apoderaron del gobierno autonómico y empezaron a salir de hasta debajo de las piedras tipejos con barbita blanca de chivo que se sienten vejados por recibir un tiquet de compra donde diga "Droguería Manolo, para servirle." Llevamos años aguantando a estos lunáticos, pero precisamente por ello no vamos a comprar sus propios argumentos. Porque el de la barbita de chivo dice que Manolo el droguero coarta su "libertad" lingüística, su "derecho" a recibir un tiquet en catalán.
No, que el libro de matemáticas de mis hijos esté en catalán, no coarta mi libertad, aunque yo personalmente lo preferiría en español. Lo que sucede es que no tengo dinero para enviar a mis hijos a una escuela como la de los cachorros de Artur Mas; nadie más que yo tiene la culpa de que mis hijos aprendan álgebra en catalán, aunque la perspectiva tampoco me atormenta. Lo que amenaza mi libertad es que exista un gobierno que esté todos los días inmiscuyéndose en cosas que no son de su incumbencia, que obligue a rotular en catalán comercios privados (eso sí es una violación directa de la libertad, aunque poco frecuente: vayan ustedes a Tarragona) o que se salte las sentencias judiciales. Por ejemplo, en relación a la inmersión lingüística, de acuerdo: pero no porque esta en sí misma sea un atentado a la libertad, mientras no se extienda obligatoriamente a la enseñanza privada.
Si abusamos de la palabra libertad, incluso aunque sea para defender cosas perfectamente defendibles por otros motivos, no estamos favoreciendo la causa de la libertad, sino en el mejor de los casos, creando confusión. No nos preocupemos tanto por los pobres niñitos que estudian la tabla de multiplicar en catalán. Preocupémonos por la ideología del odio que se les inculca sutilmente, por las multas lingüísticas, por el famoso "tres por ciento" que se le escapó a Maragall, por la violación de la separación de poderes, por el mesianismo político. No hagamos un problema de lo que en sí mismo no lo es, no confundamos los síntomas con la enfermedad. Los toros, las banderas, el idioma de los libros de texto, no son tan trascendentes, me atrevo a afirmarlo. El problema, como siempre, son las ideas, las sutiles cadenas que estas forjan. Los gobiernos con ideas, los ideólogos en el poder: ahí está siempre el peligro.
domingo, 25 de septiembre de 2011
Quatre per quatre setze
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