El mundo parece deslizarse hacia una catástrofe, mientras los supuestos expertos pontifican, cada cual con arreglo a su escuela o, por decirlo con las palabras de Borges,
...todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira...
Y sin embargo, lo que está sucediendo es muy fácil de explicar: Tanto gobiernos, como empresas, como individuos, hemos gastado durante años mucho más de lo razonable, nos hemos endeudado y ahora no tenemos más remedio que reducir nuestros gastos, para pagar las deudas. De lo contrario, si estas quedan sin pagar, la confianza y el crédito, en los cuales se basa toda civilización concebible, se destruirán. Las consecuencias de ello podrían ser terribles; alguien ha dicho que si el euro desaparece (pero se podría aplicar a la situación mundial), tendremos una guerra en diez años. Sin ánimo de ser apocalíptico, este tipo de pronósticos no carece de justificación. Basta detenernos en la historia del siglo pasado para extraer advertencias nada agradables. Pero los dirigentes de las principales naciones desarrolladas hasta ahora han optado por la huida hacia delante, con unas políticas de austeridad insuficientes, e inyecciones monetarias descabelladas, lo que supone el traspaso del problema a las generaciones futuras, o ni siquiera a tan largo plazo, a los próximos ciclos políticos en cada país.
Achacar al sistema la culpa de esta crisis es incurrir en una obviedad muy facilona. Evidentemente, un sistema en el que ocurre lo que está ocurriendo no funciona bien. La cuestión verdadera estriba en determinar qué parte del sistema ha fallado. El capitalismo de principios del siglo XXI consiste, grosso modo, en una economía en un 40 % pública y un 60 % privada, y esta última muy regulada en aspectos esenciales (como los tipos de interés) por el Estado. Afirmar, como hacen los opinadores escorados a la izquierda, que la culpa de todo la tiene el mercado, es cuando menos muy aventurado. Pero si así fuera, lo que no pueden hacer quienes defienden tal posición es disfrazar sus implicaciones: Que hay que dar más poder (todavía más) a los gobiernos.
Vicenç Navarro, catedrático de Políticas Públicas en la universidad Pompeu Fabra, insiste en que la única salida a la crisis es un aumento del gasto público, pero aunque se muestre contrario al déficit cero, y se haya manifestado en contra de la reforma constitucional pactada entre PSOE y PP, tampoco se atreve a defender cualquier endeudamiento, por mucho que le cueste reconocerlo. (Se puede escuchar aquí una tensa entrevista -en catalán- a la cual lo somete Manuel Fuentes. No se pierdan la prepotencia del catedrático, que se cree autorizado a sugerirle al periodista las preguntas que debería hacer, e incluso los tertulianos que debería invitar.) Lo que propone Navarro es más impuestos a los ricos, para seguir manteniendo el Estado de bienestar sin que se dispare excesivamente el déficit. El problema es que, como él sabe perfectamente, y sin contar los efectos contraproducentes de cualquier aumento de la presión o la progresividad fiscal (se acaba recaudando menos, al desincentivar la inversión, favorecer la economía sumergida y la deslocalización), las contribuciones de los "ricos" siguen sin ser suficientes para sostener los paquidérmicos Estados-providencia europeos. Como mucho permiten arañar algunos votos, no tanto por la medida en sí, como por el debate artificial que pretende provocar, con la intención de que la derecha se retrate "a favor" de los ricos.
En realidad, ninguna persona sensata puede poner en cuestión que hay que realizar recortes. Las discrepancias pueden surgir, en todo caso, acerca de a qué capítulos concretos de gastos hay que aplicar los tijeretazos.
Los socialdemócratas opinan que hay mucho margen para recortar gastos sin tocar la educación y la sanidad. La derecha, sobre todo en períodos electorales o preelectorales, no se atreve a cuestionar esta tesis. Pero a todas luces se trata de una media verdad. Por supuesto que existe un despilfarro estatal absolutamente injustificable. Pensemos, en el caso de España, en las televisiones públicas, tanto centrales como autonómicas y locales, en las ayudas al cine español (superiores el pasado ejercicio a lo recaudado en taquilla) o en la llamada "Ayuda Oficial al Desarrollo", que en 2010 fue de más 4.350 millones de euros. Sin embargo, el volumen de gasto "social" (sanidad, educación y pensiones) sigue siendo mucho mayor, descomunalmente mayor: Representa en España, aproximadamente, las dos terceras partes del presupuesto público del Estado central y las comunidades autónomas.
El hecho incuestionable es que las partidas de gasto superfluo e incluso más o menos vagamente corrupto existen gracias a que son fácilmente disimulables o relativizables en medio del colosal gasto "social". Quien dedica decenas de miles de millones de euros a pagar nóminas de profesores, de médicos o pensiones de jubilados, no tiene demasiado problema en distraer unas pocas decenas de millones de euros (bah, menudencias) en subsidiar películas de cine infumables u ONGés escasamente transparentes, además de, por supuesto, coches oficiales, dietas y ordenadores para personal político.
Del 2004 al 2010, el PIB español creció más o menos un 25 %. En el mismo período, el gasto en educación, según datos del gobierno actual, se incrementó en un 102,6 %. Los partidarios del PSOE lo esgrimirán como un motivo de orgullo, por supuesto. Pero a todas luces, se trata de un insensatez, sobre todo si tenemos en cuenta que el gasto público por alumno en España es superior al de la mayoría de países europeos, lo que no significa que la calidad de nuestra enseñanza lo sea también, sino todo lo contrario. El viernes pasado, el ex presidente de Castilla-La Mancha, entrevistado por Carlos Herrera y Casimiro García-Abadillo en Onda Cero, tras reconocer a regañadientes que el déficit dejado por su administración era mayor que el de muchas otras comunidades, dijo dos cosas. Primero, que asumía toda la responsabilidad por ello, lo cual nadie sabe en qué se traduce, más allá de una bonita frase. Y segundo, que ese déficit era consecuencia del enorme esfuerzo de su gobierno (mejor dicho, de sus contribuyentes) en educación, sanidad e infraestructuras, incluso cuando nadie podía negar la crisis.
Claro, ahora no hay dinero para pagar a los farmacéuticos, pero como ya no está el PSOE en el gobierno de la comunidad, quien venga detrás que arree. Es muy fácil incrementar el gasto en educación, en sanidad y en servicios asistenciales dejando las facturas por pagar para el gobierno entrante. Y encima, qué gozada, se puede acusar a la derecha de querer desmantelar el Estado del bienestar. Pero la cuestión es: ¿Fue nunca viable, más allá de un espejismo temporal, un sector público como el que tiene España, teniendo en cuenta sus niveles de productividad? Porque no sirve de nada compararnos con países "de nuestro entorno", como suele decirse, cuyo sector público es todavía porcentualmente superior en relación al PIB. Primero, porque eso no demuestra que a largo plazo no sea también insostenible, y segundo, y muy importante, porque países cuya economía es más productiva y competitiva que la nuestra quizás, en buena lógica, puedan permitirse una sanidad y una educación de más calidad.
"La educación es una inversión", nos dicen, y efectivamente es así, como también lo son las carreteras y los puentes, pero no podemos invertir cualquier cosa en ningún capítulo, por importante que sea. ¿Cómo debería la sociedad decidir lo que debe invertirse en autopistas, en colegios, hospitales, etc? La respuesta para quedar bien es que ello lo deciden los ciudadanos a través de sus representantes democráticamente elegidos. Pero la experiencia demuestra que eso conduce a construir colegios y hospitales, con sus correspondientes plantillas de profesores y médicos, que luego quizás no podremos mantener, porque a los representantes solo les preocupan los votos, no los problemas que se producirán dentro de veinte o treinta años.
Por suerte, existe un método perfectamente conocido para optimizar los recursos, invirtiendo en cada área lo que realmente la sociedad necesita, que se llama mercado, esa entidad ominosa que tanto deploran los adalides del Estado del bienestar. Cuando la gente libremente intercambia sus productos y servicios, el resultado es que acabamos teniendo los profesores, los médicos, los electricistas, los camareros y los actores, con sus correspondientes emolumentos, que realmente nos podemos permitir, no los que unos políticos deciden en función de sus miopes intereses electorales o de grupos de presión, que suelen coincidir, curiosamente, con sus conmovedoras proclamas ideológicas. O dicho de otra manera, el bienestar procede, ahora y siempre, del trabajo productivo, que es el que nos permite tener más y mejores escuelas y coches, más y mejores hospitales y casas, más y mejores carreteras y teatros, con el coste más razonable.
Desde tiempo inmemorial, este sistema no ha sido muy del gusto de los intelectuales, porque al contrario de la falacia tan extendida, el mercado no suplanta a la democracia, sino que es la democracia en su sentido más literal. El mercado está basado en las millones de decisiones que toma la gente, muchas de ellas equivocadas o estúpidas, pero en conjunto mucho más sabias que cualquier mente individual. Y eso es algo que los intelectuales nunca han sabido digerir bien. Parece que halagan a la gente cuando demandan mayor gasto social, pero en realidad se halagan a sí mismos, cuando se arrogan el derecho a que unas determinadas élites (con las que se identifican o se sienten influyentes) decidan por la gente en qué debe gastarse su dinero. Por supuesto, estos mismos intelectuales rebatirán esta elemental verdad con alguna versión más o menos remozada de la lucha de clases, de la supuesta eterna lucha entre los fuertes y los débiles, entre dominadores y dominados, y así conseguirán justificar una vez más su exigencia de un Estado justiciero que se oponga a la altanería de los fuertes... Convirtiéndose en el más fuerte de todos. Viejas mentiras cuyos daños son incalculables, pero que aún pueden hacer muchos más, si seguimos creyéndolas.
sábado, 24 de septiembre de 2011
Cuántos profesores necesitamos
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