En un diario de Madrid aparece un reportaje donde se anuncia una sentencia del Tribunal Constitucional desfavorable al Estatuto. Tres días después, en un gesto bastante melodramático, por no decir ridículo, los principales diarios de papel catalanes publican un editorial conjunto, titulado “La dignidad de Cataluña”. Hombre, ya puestos, podrían haber acordado una edición completa conjunta, con el mismo sudoku y todo. Así sólo deberíamos leer un diario, y nos ahorraríamos una cantidad considerable de tiempo.
Más que la épica determinación de un pueblo, la unanimidad de la prensa catalana expresa el deseo de supervivencia de las empresas de comunicación tradicionales, conectadas a la respiración artificial de las subvenciones.
Por mucho que doce diarios afirmen con exactamente las mismas palabras que la recusación del magistrado Pablo Pérez Tremp fue “una espesa maniobra”, el hecho es que este señor había sido contratado por una de las partes, y esto en todas partes, en el mundo civilizado, es considerado causa más que suficiente para recusar a un juez.
Y por mucho que doce jueces se escandalicen por la falta de acuerdo entre los dos principales partidos políticos para renovar el Constitucional, lo verdaderamente escandaloso es que sean los partidos políticos los que se repartan el poder judicial por cuotas.
Es cierto que el prestigio del Tribunal Constitucional está erosionado, pero esto no viene de ahora. Por no remontarnos más lejos en el pasado, pensamos simplemente en una sentencia como la de “los Albertos”, que a cualquier persona que crea en la democracia le debe repugnar profundamente. Pero el argumento de que un tribunal no tiene derecho a rechazar una ley aprobada por dos parlamentos y por referéndum, cuestiona la raíz misma del Estado de Derecho. Si la sentencia del TC sólo es válida en caso de conformidad con el Estatuto, ¿qué necesidad hay de que emita ninguna? ¿Qué necesidad hay simplemente de que exista tal institución? Si aquello que el pueblo manifiesta en las urnas, y a través de sus representantes, es el único criterio para determinar la validez jurídica de una ley, entonces difícilmente podremos criticar a un Hugo Chávez ni a cualquier otro caudillo populista.
Yendo al fondo de la cuestión, el editorialista afirma que el Estatuto no es más que “la demanda de mejora del autogobierno de un viejo pueblo europeo”. Cataluña, efectivamente, tiene un gobierno propio desde hace tres décadas. Pero resulta que en un momento dado, la mayor parte de la clase política catalana decidió que este autogobierno no era suficiente, y que necesitaba más competencias, más recursos y más ostentaciones simbólicas. Es decir, más poder.
Por eso, muchos que quisiéramos que el Estado, se llame catalán, español o europeo, sea menos poderoso, y por tanto que los individuos seamos más libres, votamos en contra del Estatuto. En total, por esta u otras razones, un 20 % de catalanes votamos “no” al Estatuto, y más de la mitad se abstuvieron. ¿Es que estos catalanes son menos dignos que el 36 % del censo que votó a favor? Yo pensaba que la única dignidad por la cual vale la pena luchar es la de las personas, no la de los países. Imaginaciones mías.
(Artículo publicado en catalán en Tot Tarragona.)