Periódicamente, escuchamos declaraciones, tanto de políticos como de periodistas y opinadores en general, lamentándose del fenómeno de la "desafección" de los ciudadanos hacia la clase política. A primera vista, lo lógico sería pensar que este es un problema que tienen los políticos, no los ciudadanos. Si tu novia ya no te quiere, el problema lo tienes principalmente tú, no ella. Sin embargo, dichos opinadores, de manera más o menos explícita, dan por sentado que de la tan traída y llevada desafección se derivan incalculables males. Recientemente ha sido el presidente del parlamento catalán quien ha alertado, en un programa de radio, sobre el peligro de la presencia en dicha cámara de partidos de ultraderecha. Pero en una conferencia de prensa posterior ha sido más preciso. Su verdadera preocupación es que la sociedad se los lleve por delante (literal), y para ello ha conminado a los partidos que forman parte del sistema a emprender medidas regeneradoras. Es decir, traducido del politiqués: O hacemos una buena campaña de imagen, o se nos puede acabar el chollo cualquier día de estos.
A mí, cuando me hablan de desafección, tiendo a pensar que todavía debería haber más. Sin embargo, tras esta primera reacción de anarquismo instintivo, admito que el problema existe, sólo que no como se plantea. La desconfianza de los ciudadanos hacia los políticos no sólo no es mala, es sana y altamente necesaria. El problema es cuando la clase política se convierte en una casta autosuficiente, que se debe no a los ciudadanos a quienes dice representar, sino a una partidocracia en la cual sólo escalan puestos y mantienen sus despachos y prebendas los profesionales de la intriga y el pelotilleo, por no hablar de quienes incurren en prácticas contrarias al código penal. Entonces, el descontento de los ciudadanos efectivamente puede conducir a su decantación por partidos marginales, en el sentido neutral del término. Es decir, pueden ser partidos que aporten aire fresco a las instituciones, o bien pueden ser peores remedios que la enfermedad.
Personalmente, cada vez tiendo más a pensar que el sistema casi bipartidista constituído por PSOE y PP (un bipartidismo que no tiene nada que ver con el que se da en Estados Unidos, donde los aparatos de los partidos tienen un peso mucho menor que aquí) sólo puede reformarse mediante el ascenso de formaciones que permitan representar con más precisión las tendencias de la sociedad. En las recientes elecciones de Alemania hemos podido comprobar que a pesar de que el voto liberal-conservador se haya dividido, hasta cierto punto, entre la CDU y los liberales de Guido Westerwelle, ello no les ha impedido aprovechar la debacle de los socialistas, y alcanzar el gobierno (a lo cual ha contribuido que el voto de izquierdas también se ha dividido.) En España, el tercer partido en porcentaje de votos en las pasadas elecciones fue IU, con menos del 4 % de los votos. Compárese esta situación con la alemana, donde el tercero (Partido Liberal) ha obtenido cerca del 15 % de los votos, seguidos de La Izquierda (casi el 12 %) y Los Verdes (casi el 11 %).
Es vital que surjan partidos en España, tanto por la derecha como por la izquierda, que animen el cotarro y resten influencia tanto al PSOE como al PP, aunque desde mi punto de vista, el objetivo sería un gobierno de coalición de este último con un tercero. ¿Quién podría ser nuestro Westerwelle? No lo sé, pero creo que a algunos (o algunas) que podrían decidirse a serlo, se les puede pasar el arroz como no actúen pronto.