lunes, 3 de agosto de 2009

El nacionalismo español y Gibraltar

La réplica del nacionalismo catalán a cualquier crítica que se le haga, del tipo que sea, es que está inspirada en el nacionalismo español. Uno puede argumentar acerca de los derechos individuales (por ejemplo, el de elegir la lengua en que se quiere escolarizar a los hijos), pero es inútil: Para un catalanista, cualquiera discrepancia pone meramente de manifiesto a otro nacionalista. Así, aquel japonés que escribió una carta a un periódico tachando de provinciano el sistema de inmersión lingüística en catalán, supongo que debe ser un nacionalisa… japonés, claro. Quién sabe si un nostálgico del Imperio de Sol Naciente.

Sea cierto o no que existe un nacionalismo español relevante, en boca de un catalanista se trata casi siempre de un argumento ad hominem, que le permite descalificar a su interlocutor eludiendo sus razonamientos. Es algo que recuerda, una vez más, a la manera de proceder de la izquierda, cuando se limita a acusar a los liberales o conservadores de enemigos de los trabajadores, sin entrar en la cuestión de fondo de qué política les beneficia más.

Pero lo curioso de este argumento es la conclusión que los nacionalistas extraen de él: Que la razón la tienen ellos. ¿Por qué? ¿Es que unos nacionalismos valen más que otros?

En un artículo del diario Avui, sobre el que nos ha llamado la atención Albert Esplugas, el Sr. López Tena habla incluso de nacionalismo español “etnicista”, señalando como si fuera la prueba del nueve la reivindicación de la soberanía de Gibraltar, frente a la indiferencia por Perpiñán. No entraré en la cuestión de si las frecuentes manifestaciones de este individuo contra todo lo que suene a España están relacionadas con algún mecanismo de compensación psicológica por su españolísimo apellido paterno. Sólo me gustaría hacer dos observaciones elementales:

Primero, Gibraltar es un enclave de interés geoestratégico, Perpiñán para España no. Considerada la cuestión en abstracto, es mucho mayor el interés del estado francés en tener la frontera en los Pirineos, que no el de España en conservar un territorio de difícil defensa allende esa cordillera. Por tanto, a ambos países les conviene el actual statu quo, aunque a Francia especialmente. Es exactamente la situación opuesta al caso de Gibraltar, un caramelo para británicos y españoles, pero sobre todo para los últimos, que son quienes deberían invertir menos en comunicaciones y en defensa para mantenerlo bajo su soberanía, por razones geográficas obvias.

Segundo, muchos otros países mantienen reivindicaciones territoriales sobre lo que creen parte innegociable de su territorio, y no han renunciado formalmente a ellas, aunque sí, como es nuestro caso, a tomar medidas unilaterales para recobrar su soberanía. ¿Por qué a España debería exigírsele un desprendimiento –vamos a llamarlo así– superior a los demás? Defender los propios intereses no me parece que sea “nacionalismo etnicista”. Pero en cualquier caso, es lo que hacen todos los estados y todos los individuos, y cuando alguien cuestiona el egoísmo de los demás, como si él estuviera libre de ese atributo humano, tenemos ahí un ejemplo clamoroso de hipocresía y de fariseísmo.

Confieso que a mí, al contrario que a los ministros de Hacienda, me caen bien los paraísos fiscales, y por tanto puedo comprender perfectamente los deseos de los gibraltareños de mantener su situación actual. Pero eso es perfectamente compatible con el hecho de que formalmente España no ceda un ápice en su soberanía, o por lo menos no acepte ninguna ruptura unilateral del statu quo, como ocurrió en el caso de Perejil, en el que Aznar a mi entender actuó exactamente como correspondía. Los gibraltareños hacen bien en defender sus intereses. No veo, insisto, por qué España sería censurable por hacer lo mismo; aunque Moratinos seguro que sí lo entiende.