Hace mucho tiempo, existió un príncipe cuyas ideas de gobierno se basaban en los principios de la Uniformidad, la Simetría, la Lógica y la Utilidad. Este príncipe creía que las costumbres y leyes tradicionales estaban en general reñidas con tales principios, de ahí que emprendió una serie de reformas que abolían los usos antiguos con el fin de inaugurar una nueva Era Racional.
El príncipe estableció la semana decimal, que constaba de diez días. Su razonamiento fue que mientras el número 7 era primo, no divisible por ningún otro número menor salvo la unidad, el 10 permitía dos maneras de agrupación de la semana por períodos iguales. Algunos críticos arguyeron que este cambio había sido concebido deliberadamente para importunar a las personas religiosas, que apelaban a la autoridad del Libro Sagrado para seguir manteniendo la semana tradicional. A lo que el príncipe respondió:
-No toleraré que los sacerdotes sigan oprimiendo al pueblo.
Hubo también quien mostró la inconveniencia de un año compuesto de 36 semanas y media. Y se inició entonces un debate acerca de si no sería mejor un año de 370 días, o incluso de 400, con 40 semanas. Si bien es verdad que ello requeriría una serie de complejos ajustes, para no trastornar las fechas de las siembras y las cosechas, la polémica se alargó durante mucho tiempo, con brillantes aportaciones de partidarios y detractores.
Entretanto, la pobreza no cesaba de aumentar en todo el país, porque el príncipe no estaba interesado en los asuntos económicos, cuyo análisis definitivo, según los principios de la Simetría y la Lógica, aplazaba indefinidamente.
El príncipe también quiso reformar el matrimonio, de manera que no solo pudieran casarse las mujeres con los hombres, sino un hombre con otro hombre, y una mujer con otra mujer. Su razonamiento era que no tenía sentido una institución basada en un criterio biológico, que no había sido diseñado según los principios de la Simetría ni la Utilidad. De nuevo surgieron los críticos contumaces, que enarbolaban textos sagrados, y los defensores de la medida, según los cuales venía siendo reclamada por muchos. Los más audaces, incluso, se preguntaron por qué el matrimonio debía limitarse a solo dos personas, y no tres o más. Incluso se planteó por qué no podía ser toda la sociedad un gran matrimonio, en el que los niños fueran criados colectivamente, sin egoístas reivindicaciones de paternidad o maternidad.
Entretanto, la pobreza iba en aumento, porque a pesar de las dificultades, el príncipe seguía adelante con la gravosa construcción de la Academia de la Simetría, subordinada a la Alta Autoridad Simétrica; uno de sus proyectos más queridos, con el que pretendía reunir a los lógicos y gramáticos más afamados del orbe.
Cuentan que el descontento popular obligó al príncipe a abdicar, y que sus reformas fueron poco a poco siendo abandonadas, al tiempo que regresaban los tiempos de prosperidad. Pero el príncipe sigue teniendo sus admiradores, que recuerdan con nostalgia los relojes de diez horas, la gramática sin normas (que solo prohibía las expresiones de descontento y el proselitismo religioso) y los libros en blanco, en los que cada cual podía libremente imaginar el texto que quisiera, a condición de que no fomentara la desobediencia a las leyes del principado.