El liberalismo económico defiende la libertad económica, es decir, que los individuos (empresarios, trabajadores, consumidores) se vean constreñidos por las menores trabas (impuestos y regulaciones) posibles. El socialismo se opone a esta concepción porque, asegura, una libertad económica plena desprotegería a los más débiles, es decir, a los trabajadores y consumidores. Si a los empresarios no se les obligase, por ejemplo, a garantizar vacaciones pagadas, muy pocos trabajadores disfrutarían de ellas. Si no se les obliga, además, a respetar determinadas normas de calidad, muchos productos podrían ser nocivos o peligrosos. La idea del socialismo es que el empresario, básicamente es un ser sin escrúpulos, que si no explota a los trabajadores o engaña a los clientes es porque teme a los inspectores de la administración. En cambio (y he aquí la incongruencia) los políticos (socialistas, se entiende) y funcionarios son seres puramente altruistas y bellos, movidos exclusivamente por la pasión de servir al bien común.
Para el liberalismo las cosas son muy distintas. La diferencia entre un empresario y un funcionario es que el primero no puede imponer nada por la fuerza a trabajadores y consumidores, mientras que el segundo sí. Si un policía o un inspector me impone una multa, deberé pagarla, de lo contrario seré embargado a la fuerza, y si me opusiera obstinadamente, retirando por ejemplo mis depósitos bancarios para eludir la acción de la administración, seguramente iría a parar a la cárcel. En cambio, si no me gusta un trabajo, soy libre de dejarlo; si no me gusta un producto, soy libre de no comprarlo. Es decir, puedo irme a otra empresa, puedo comprar a otro fabricante. La competencia, o dicho de otro modo, la libertad de cualquiera de establecer cualquier negocio, le obliga a intentar ofrecer la mejor calidad al mejor precio, así como las mejores condiciones laborales posibles (sueldo, vacaciones, etc) para obtener los servicios de los mejores trabajadores.
Los socialistas replican que lo anterior es un cuadro idílico e irreal. Nos hablan de espantosas condiciones laborales pasadas y presentes, así como de escandalosos casos de fraude al público, de conspiraciones de multinacionales y, en fin, toda una galería de horrores provocados por el "capitalismo salvaje". Sin embargo, si analizamos estos casos (pues eliminando las invenciones, los mitos y las exageraciones, un núcleo de verdad hay en ello) vemos que en realidad, las conductas de empresarios sin escrúpulos no podrían producirse si no contaran con la protección o el trato privilegiado del Estado, es decir, si no actuaran fuera de las normas del mercado libre, regulado sólo por la competencia. ¿Cómo puede entonces ser la solución a estos males más Estado, cuando es el verdadero causante de ellos?
La experiencia histórica demuestra de manera aplastante que quienes tienen la razón son los liberales, no los socialistas. Los países más prósperos son aquellos donde se da una mayor libertad económica, mientras que aquellos donde el Estado controla por completo la actividad económica, han fracasado por completo, no sólo no han conseguido elevar la prosperidad de sus habitantes, sino que los han empobrecido. Y con el fin de mantenerse en el poder, los gobernantes de estos países han ejercido una represión brutal, muy superior a la de todas las tiranías pasadas. Se calcula que en el siglo XX los regímenes de socialismo marxista han sido los causantes de unos cien millones de muertos por ejecuciones, deportaciones y hambrunas a consecuencia de la abolición de la propiedad privada.
Ahora bien, a pesar de estos hechos irrebatibles, el socialismo sigue gozando de un prestigio a primera vista incomprensible. Aunque hoy en día son pocos quienes se declaran marxistas o comunistas, son tratados con mucho más respecto que quien se proclamara abiertamente nacional-socialista o fascista, pese a que el comunismo ha causado aproximadamente un número cuatro veces mayor de muertos, aunque sólo fuera por su extensión geográfica y temporal. En cuanto a los socialistas no marxistas, que renuncian a la planificación total de la economía, pero se oponen a toda franca liberalización, no sólo gozan de respeto, sino que gobiernan habitualmente en muchos países occidentales.
El inmerecido prestigio del socialismo se debe a dos causas fundamentales. La primera, de tipo histórico, procede de la propaganda ejercida durante años por los partidos comunistas, que fue especialmente hábil en disfrazar las miserias de los países del "socialismo real", y de atribuir los males del nazismo al capitalismo, cuando de hecho, las ideologías fascista y nacional-socialista, en términos económicos equivalen a un socialismo no marxista, en el cual, tras el respeto formal a la propiedad privada, se da una intervención asfixiante del Estado en la actividad económica (y por supuesto en todas las demás).
La segunda causa es que los gobiernos occidentales, sobre todo los europeos, tanto los de derechas como los de izquierdas, con pocas excepciones, se han dedicado a favorecer el crecimiento del Estado, el cual ha absorbido y casi monopolizado varios aspectos de la actividad económica, como son los servicios sanitarios, educativos, etc, de manera que una buena parte de la población se ha convertido en dependiente del Estado. O dicho de otra manera, cree que si no fuera por el Estado, que le ofrece sanidad o escuela "gratuitas", su bienestar se vería automáticamente reducido.
Y no le falta parte de razón. Efectivamente, en el actual estado de cosas producto de las ideas socialistas, una familia que gane 1800 euros y que se beneficie de la sanidad, la enseñanza y las pensiones por desempleo y jubilación públicas, si de repente debiera pagarse estos servicios de su bolsillo, pagando un seguro médico, llevando a sus hijos a un colegio privado y contratando un plan de pensiones y un seguro de desempleo, y todo ello manteniendo sus actuales ingresos, se vería en una situación muy complicada.
Ahora bien, en este razonamiento algo falla. Porque la escuela o la sanidad pública tienen un coste, exactamente igual que las privadas (de hecho, como veremos, superior). Es decir, los servicios públicos "gratuitos" los pagamos igualmente, lo que ocurre es que quienes por sus menores rentas soportan menos impuestos directos, creen verse beneficiados por las mayores contribuciones de los más ricos. Sin embargo, esta idea es profundamente errónea. Porque los que pagan menos impuestos, se ven también menos beneficiados por la actividad económica privada que deja de producirse precisamente debido a la presión fiscal (menos puestos de trabajo, menores salarios porque hay que pagar cotizaciones sociales, etc). Quizá con una ilustración numérica, aun si es algo tosca, se comprenderá esto mejor.
Sabemos que como promedio, a cada español le cuesta cerca de 10.000 euros anuales mantener el Estado, el conjunto de todas las administraciones. Ahora bien, si redujéramos los servicios del Estado al mínimo (justicia, defensa, seguridad, hacienda y poco más), habría más que suficiente con aproximadamente un 10 % de esta cantidad. Es decir, 9.000 euros, más o menos, por persona y año se dedican a gastos sociales, infraestructuras, y gastos financieros asociados. Esto significa que si estas actividades las realizara el sector privado, cada ciudadano, de promedio, podría tener una renta de 9.000 euros anuales más. O expresado en porcentajes, si la renta per cápita española es de unos 26.000 euros, al reducir el Estado en un 90 %, se vería incrementada en un 35 %. Así, la pareja que antes ganaba 1800 euros al mes, ahora ganaría 2.430. ¿Suficiente para costearse sanidad privada, escuela privada, etc? Quizás no, pero aún no hemos terminado.
Como hemos dicho, aunque mi declaración de la renta sea negativa, es decir, Hacienda me devuelva dinero, no sólo sigo pagando impuestos indirectos cada vez que enciendo la luz de mi casa, pongo gasolina al coche o voy al supermercado, sino que me hallo en un contexto económico contraído por esa presión fiscal de entre el treinta y el cuarenta por ciento de la riqueza del país, que es absorbida por el gobierno, y lo que es más difícil de medir, por las regulaciones que se impone al resto de actividad privada. ¿Cuánto aumentaría la riqueza de un país que se viera liberado del tal modo de esa pesada carga estatal? Seamos conservadores, y supongamos que, después de ese 35 % de promedio que automáticamente retornaría a nuestros bolsillos por la mera reducción de la fiscalidad, el crecimiento económico subsiguiente permite en pocos años un crecimiento acumulado del 50 % de la renta per cápita. Esto, traducido rudimentariamente al salario de nuestro ejemplo de familia, significaría que ahora ganaría unos 2700 euros al mes. Quizás ya podría plantearse enviar a los hijos a un colegio privado de su elección, o elegir entre alguna de las muchas aseguradoras médicas. [En realidad, la mejora de nuestra familia sería mucho mayor, porque sabemos que liberalizaciones muchísimo más tímidas han tenido resultados espectaculares. ACTUALIZACIÓN 8:38 horas.]
Porque esta es otra. Los servicios privados son indefectiblemente de superior calidad a los públicos por la razón que ya señalábamos antes: Al estar sometidos a la ley de la libre competencia, los agentes privados se ven fuertemente incentivados a ofrecer la máxima calidad al mejor precio, no así las empresas del sector público, en las cuales son moneda corriente las colas, las listas de espera, el trato despersonalizado, la falta de medios, etc. Por tanto, incluso aunque cuantitativamente el nivel de vida de nuestra familia no haya variado (pongamos que siga acudiendo al restaurante o al cine con la misma frecuencia que antes, por ejemplo), en realidad ahora disfruta de mejores servicios, por lo que cualitativamente sí ha prosperado. Sobre todo pensemos en la educación, que es decisiva para el futuro profesional de los hijos. Si uno tiene acceso a una enseñanza de calidad, y sobre todo si la aprovecha, no terminará trabajando en la mugrienta cocina de un tugurio de mala muerte, quejándose de la explotación capitalista. Puede por ejemplo acabar siendo catedrático, disfrutando de las ventajas de vivir en un país capitalista -entre ellas, la de renegar todo lo que quiera del capitalismo que tan bien le trata.
Por supuesto, sería imposible y para nada deseable reducir de golpe el Estado en un 90 %, y acaso ni siquiera gradualmente se logre nunca. Sin embargo, es fácil de comprender que toda reducción gradual, que no desproteja de manera súbita a los beneficiarios de servicios públicos (no antes al menos de que su nivel de vida se haya visto incrementado en la medida suficiente) será siempre beneficiosa para la sociedad. Todo recorte de la burocracia, toda simplificación de los trámites administrativos, toda eliminación de subvenciones y de gastos superfluos significará, en definitiva, que los individuos dispondrán de más dinero para invertirlo o gastarlo como mejor les parezca, no como le parezca a una minoría político-burocrática.
La ventaja última y en realidad esencial del liberalismo económico también la hemos sugerido antes, cuando hablábamos de las consecuencias catastróficas del comunismo. Todo lo que sea reducir el tamaño del Estado, beneficia no sólo la libertad económica sino la de cualquier tipo. Un Estado reducido es más difícil que crezca desmesuradamente (o por lo menos está más lejos de ello) hasta el punto de acabar ahogando o desnaturalizando gradualmente la libertad y la democracia. El llamado Estado del Bienestar en realidad nos empobrece, nos resta bienestar, haciéndonos más dependientes de él, y sobre todo entraña el riesgo de que siga creciendo, con las fatales consecuencias que la historia registra.
La libertad económica, al contrario de lo que los socialistas pregonan, nunca es un mal; por el contrario, todo mal procede de la falta de libertad en general.