martes, 3 de junio de 2008

Sobre la paridad y otras paridas

La Federación de Mujeres Progresistas ha convocado una manifestación frente a la Asociación de Prensa de Madrid, para protestar contra los anuncios de contactos, porque, según dicen, favorecen la desigualdad y la discriminación de la mujer.

Evidentemente, lo que les molesta a estas feministas es que dichos anuncios estén dirigidos, en proporción cercana al cien por cien, a un público masculino. Si la mitad o al menos una buena parte de ellos buscaran satisfacer una demanda femenina significativa de servicios sexuales, estas "mujeres progresistas", como les gusta autodenominarse, no manifestarían ningún reparo hacia esa sección de los periódicos.

El problema es que esa demanda no existe. Steven Pinker ha estudiado este tema sin concesiones a los prejuicios políticamente correctos. Hablando del mercado de la pornografía, que sólo en Estados Unidos mueve un volumen de negocio de miles de millones de dólares, equivalente al del cine y los deportes juntos, este profesor señala el hecho incontrovertible de que el público que lo sostiene está abrumadoramente compuesto por varones. "Prácticamente -señala- no hay un mercado femenino para la pornografía. (Playgirl, el supuesto contraejemplo, está claramente orientado al mercado homosexual masculino*...)"

Por supuesto, las feministas dirán que se trata de un estereotipo cultural sostenido por un sistema patriarcal falocrático y bla bla bla. Memeces. La experiencia demuestra que la gran mayoría de mujeres siguen un patrón de conducta sexual distinto del hombre, el cual en general es mucho más proclive a relaciones sexuales sin compromiso**, y ello a pesar de que llevamos décadas de propaganda progresista en los medios de comunicación, empeñados en fingir que no existe ningún tipo de diferencia psicogenética entre los dos sexos, más allá de que a los hombres les suelen gustar las mujeres y viceversa, y en promover modelos de conducta acordes con esa superstición contemporánea.

El feminismo radical sencillamente consiste en negar los hechos, en este caso de carácter biológico. Puede parecer absurdo así expresado, pero se trata de una característica común a todos los discursos englobados dentro del género progre. Obsérvese por ejemplo cómo el seudoprogresista se escandaliza cuando se alude a los superiores índices de delincuencia entre la población inmigrante, por más que se trate de un hecho estadístico incontestable. No es que se oponga a las medidas que podrían tener en cuenta esta realidad a fin de conseguir mayores niveles de seguridad, es que se conmina explícitamente a los medios de comunicación a que no aludan a la nacionalidad de los delincuentes -es decir, a que (so pretexto de no generar "sentimientos xenófobos") oculten infomación y se autocensuren.

El seudoprogresismo es por naturaleza contrario a los hechos, es decir, a la verdad. Díganle a cualquier antiglobalización, que el dogma de que en el mundo la pobreza no cesa de aumentar (aquello de que "los pobres cada vez son más pobres y los ricos más ricos") es sencillamente una falsedad, un principio archirrefutado por todos los economistas serios del mundo. Seguramente será demasiado para él. No querrá escucharles. Y cuando se sienta acorralado, siempre tendrá el recurso a la ecología: ¡Si todos los chinos y los indios tienen coche propio, el planeta no aguantará! (Conclusión: hay que impedírselo.)

Así pues, al progresista en general le molesta que le recuerden que en las cárceles la proporción de extranjeros no deja de aumentar, o que la miseria en el mundo disminuye al ritmo de la globalización. Del mismo modo, a la feminista radical se diría que le incomoda enfrentarse a hechos como el de que en todas las culturas, los consumidores de pornografía y prostitución sean principalmente hombres. Dudoso honor, desde luego. ¿Les indignará también, me pregunto, que la población penitenciaria mundial sea mayoritariamente masculina?

Intolerable. ¡Paridad sexual en las cárceles ya!
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*S. Pinker, Cómo funciona la mente, ed. Destino (2000), pág. 604.

**S. Pinker, La tabla rasa, Paidós (2003), pág. 501.