En un comentario a mi entrada anterior, Eze concluye que la existencia o inexistencia de Dios es superflua para la filosofía moral. Intentaré razonar por qué no lo veo así.
Al hablar de Dios me refiero al Creador. Este concepto implica (1) un Ser trascendente, no un principio inmanente que actuaría en una materia o caos primigenio (y 2) un Ser de carácter personal, que crea el mundo por un acto de su libre voluntad, a diferencia de un ser del que emanara el universo de modo necesario. En anteriores entradas he argumentado que si prescindimos de cualquiera de estos atributos, incurrimos en una forma más o menos implícita de materialismo, de "explicarlo" todo por fuerzas impersonales inmanentes. Que es como no explicar nada.
Del carácter trascendente de Dios se desprende que es infinito y perfecto, es decir, que no puede estar limitado por algo, pues todo cuanto existe lo hace gracias a Él. Esto, unido a su carácter personal, nos indica que Dios no necesitaba crear el mundo porque careciera de algo, sino que la Creación es desinteresada, un puro acto de amor hacia las criaturas personales como nosotros.
Y de ahí a su vez se infiere que Dios ha creado todo con una finalidad, que es la realización de lo óptimo para criaturas libres, que podrán aprovechar o no las posibilidades que ofrece la Creación. Siendo esto así, lo mejor para el ser humano será aquello que coincide con la voluntad de Dios. Entiéndase: no es que lo bueno sea en sí mismo someterse a los "decretos" divinos, sino que Dios quiere nuestro bien, y por tanto ambas cosas, la voluntad trascendente y el bien, coinciden.
Ahora bien, ¿qué es lo mejor, qué es el bien para el hombre? Si resulta que todo bien procede de Dios, es obvio que lo mejor para las criaturas libres es trascenderse más allá de sí mismas para volver a su Creador, para estar lo más cerca posible de la fuente de todo bien. Esto significa exactamente lo que expresa el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente." (Mateo, 22, 37.) Y quien ama a Dios ama a sus semejantes, que son, como él, seres creados por Dios.
Quien ama a Dios y al prójimo no sitúa su propia subjetividad (placeres sensoriales, intereses) por encima de todo. Acepta que existe un Orden querido por Dios, en razón de su bondad y sabiduría, y ama este orden que viene de Él. No pretende jamás alterarlo, salvo debilidad, entregándose por ejemplo a la promiscuidad u otros excesos, pues considera que hay una forma de vivir que es objetivamente la mejor en sí misma. No cree en absoluto que lo bueno dependa de la subjetividad de cada cual.
La concreción de los preceptos que emanan de la ética cristiana se basa en la razón natural (la observación de las consecuencias de determinadas conductas, tanto en el nivel individual como social) y en la Revelación. No pretendo que haya una deducción formal, apriorística, desde la existencia de Dios hasta los mandamientos "no matarás", "no robarás", etc. Lo que afirmo es que el "no matarás" solo puede ser bueno en sí porque un Ser infinito ha creado todo con un fin bueno, en el cual matar, robar, ser infiel al cónyuge, etc, se interfieren.
Ahora, supongamos que Dios no existe. Si es así, no hay una finalidad de lo existente en su conjunto. No hay un bien absoluto. Lo que hay son cosas que me agradan y otras que me desagradan. Puede que también me desagrade lo que desagrada a otros, pero esto no es más que un feliz accidente. No hay una razón absoluta por la cual haya que amar al prójimo, pues su existencia, como la mía propia, es gratuita, no es en sí misma un bien, como sí lo es si ha sido creado libremente por un Ser perfecto. Nos caen bien, sin duda, las personas que hallan sumo disgusto en el dolor ajeno, porque no tememos ser dañados por esta clase de personas. Y esto es todo: sentimientos subjetivos.
El imperativo categórico es un sofisma. "Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal". ¿Ley universal? ¿Qué significa esto? Esto no es más que reformular el principio cristiano de amor al prójimo, vaciándolo de contenido y pretendiendo que es una razón del obrar, y no una mera prescripción. Kant, que era por supuesto cristiano, incurre sin embargo en la suprema soberbia de "explicar" el mandamiento evangélico del amor, reduciéndolo a un formalismo hueco, autosostenido, y del cual se deduce la existencia de Dios como un mero postulado.
En realidad, no hay ninguna razón práctica que prescriba nada, si el universo no procede del Logos. Si somos resultado de un accidente molecular, lo que hagamos o dejemos de hacer es igualmente gratuito, está de más. No hay ningún deber absoluto, sino todo lo más un sentimiento del deber. Nada es más vacío que el deber por el deber. ("¡Deber! Nombre sublime y grande (...), tú que sólo exiges una ley que halla por sí misma acceso en el ánimo, y que se conquista (...) veneración por sí misma...", Crítica de la razón práctica, Lib. I, cap. III.) Eichmann interpretó que su deber era obedecer las órdenes del Führer, por mucho que chocaran con sus sentimientos naturales de compasión. La mayoría, afortunadamente, interpretará que su deber no consiste en acallar dichos sentimientos, sino todo lo contrario. Pero en el concepto del deber no está intrínsecamente el bien en un sentido objetivo.
En cambio, el cristiano entiende que el deber está supeditado al bien, y que el bien absoluto existe: es el Creador y ordenador de todo cuanto existe. El cristiano puede equivocarse, como cualquiera, en determinar qué es el bien en cada situación concreta, pero al menos sabe que existe esta posibilidad de error objetivo, y por ello puede tratar de evitarla con mayores posibilidades de éxito, aunque ninguna obra humana lo alcance plenamente. Quien no cree en Dios no admite que haya un bien y un mal objetivos, absolutos. Es decir, puede admitirlo, pero su posición, convenientemente analizada, se revelará incoherente, y acaso originada en una interiorización inconsciente, no reconocida, del concepto de Dios personal.
El problema de este error es que, una vez se cae en él, es muy difícil rescatar lo objetivo de lo subjetivo, del sentimiento. El ateo o agnóstico decente (seguramente la mayoría) habitualmente razona más o menos así: "Yo no necesito creer en Dios para ser bueno, para amar al prójimo." Y le parece casi una maldad razonar que sin Dios no hay motivos para ser bueno. Más aún, le parece que es más bueno, más desinteresado, quien ama al prójimo sin creer en Dios (o temer su ira) que quien lo hace por considerarlo una criatura divina.
He aquí una confusión verdaderamente absurda. En cierto modo, podría decirse que amar a un hermano de sangre carece de mérito, pero no por ello se le ocurriría a nadie afirmar que ese amor es menos auténtico. El amor pour l'amour es un concepto tan hueco como el deber por el deber. Uno no se enamora sin ningún motivo, sino que ve cualidades en la otra persona que le llevan a amarla. ¿Es por eso el amor menos puro y desinteresado? Al contrario, en cierto sentido el amor podría definirse como saber encontrar en el otro sus mejores cualidades, su ser más verdadero.
El cristiano ama a Dios por su bondad y poder infinitos. Y ama a los demás porque reconoce en ellos a seres creados (y a su vez, amados) por Dios; ve en ellos lo que nunca verá un materialista (más allá de la retórica políticamente correcta de que "todos somos únicos"). No sólo no hay nada impuro en ello, sino que amar a los demás de modo abstracto, sin un motivo que los haga especiales, sería un contrasentido, o más bien una parodia del amor. Sería recrearse en la presunción de la propia bondad de sentimientos, más que auténtico amor.
Se me podrá acusar de idealizar lo que es un cristiano. Pero el agnóstico ¿no se idealiza mucho más a sí mismo? En realidad, lo que caracteriza al cristiano es lo dolorosamente consciente que es de la dificultad de amar, hasta el punto que no cree posible lograrlo sin la ayuda de Dios. Ante todo, se considera como un pecador, un ser débil y limitado.
De lo que más lejos está el cristiano que vive intensamente su fe es de la autocomplacencia de creerse bueno. Esto es algo reservado al agnóstico que nos asegura que no necesita creer en el Cielo ni en el Infierno para amar a la humanidad. No estoy tan seguro de que su concepto de "humanidad" incluya verdaderamente a todos, más allá de la retórica, pero aunque sea así, en mi opinión es porque no ha eliminado del todo la impronta de la cultura cristiana. Muchos agnósticos trabajan para ello, pero dudo mucho que, si un día lo consiguen totalmente, el resultado vaya a ser el que esperaban.
Sólo podemos amar (en sentido pleno) a una persona, no a una cosa o a una idea. Por eso solo hay dos concepciones éticas fundamentales, como decía Ivanof en El cero y el infinito. O bien todo cuanto existe tiene su origen en un Ser personal, que nos ama. O bien las personas son un subproducto de la materia inerte. De lo primero, sólo puede derivarse, consecuentemente, una forma de vivir plena basada en el amor. Lo segundo permite justificar cualquier doctrina en la cual el absoluto de la persona sea reemplazado por cualquier otro o por la nada. Esto significa que no necesariamente tenemos que caer en el sacrificio inmisericorde del individuo, desde una perspectiva atea, pero nada nos lo impide. Puede que nuestros materialistas gocen en general de buenos sentimientos. Pero eso sólo es una cuestión de suerte.