jueves, 20 de febrero de 2014

La solución teísta

La idea de Dios es considerada por algunos como un bello cuento edificante o consolador, que las personas educadas y maduras han descartado hace tiempo como una antigua superstición a la que millones de seres humanos, por alguna razón, se empeñan en seguir dando crédito. Otros tienen una opinión menos tajante, aunque honradamente piensan que no hay razones suficientes para sostener la existencia de un ser semejante, y en cambio sí tendríamos algunas en contra bastante serias. En este trabajo argumentaré que ambas posturas (sobre todo la primera) son erróneas.


Debido a la extensión del texto que sigue a continuación (21 páginas), recomiendo descargarlo o leerlo en línea en el siguiente enlace:


La teoría de que el universo ha sido creado por un ser trascendente no es demostrable como pueda serlo, por ejemplo, el teorema de Pitágoras. Sin embargo, existen razones muy profundas y nada “sentimentales” (por decirlo así) para sostenerla, comparables tal vez a las de ciertos principios científicos generalmente aceptados, que tampoco pueden ser probados de manera definitiva.
Empecemos por dejar bien claro a qué nos referimos con el término Dios. Para ello es preciso señalar dos elementos esenciales. En primer lugar, Dios es un absoluto, es decir, un ser que existe por sí mismo, con independencia de cualquier otra cosa. Y en segundo lugar, Dios es una inteligencia creadora de todos los demás seres, lo que llamamos el universo. Es fundamental comprender lo que significa esto último. La creación es un acto esencialmente libre, es decir, que Dios podría no haberlo realizado, si no hubiera querido[1]. Si eliminamos el componente voluntad, el término creación sería muy poco adecuado, y más bien deberíamos entender el universo como una emanación o manifestación del ser absoluto. Esta concepción no sería distinguible de la tesis panteísta, que identifica al ser primordial con la naturaleza; lo que, como señaló Schopenhauer, no es más que una forma elegante de deshacerse de Dios[2]. Por otra parte, la creación debe ser además un acto inteligente, no caprichoso o impulsivo. De lo contrario, esta doctrina supondría un innecesario rodeo para terminar desembocando en el puro irracionalismo, o la tesis de que el universo existe sin razón alguna. En resumen, aquí entendemos por Dios una inteligencia creadora o trascendente, esto es, distinguible del universo.
Es muy importante no perder de vista, desde este momento, las implicaciones que tendría la existencia de Dios para la vida humana. Si hay un Dios, esto significa que el universo es racional, pues es obra de un ser absoluto en el que no cabe suponer ninguna imperfección o veleidad. Y si hay un Dios, los seres humanos no somos meramente animales, pues nuestro origen último se hallaría en el pensamiento, no en la materia[3]. Esto permite fundamentar la concepción del hombre como un ser dotado de dignidad irreductible, con derechos inalienables que serían previos a la existencia del Estado, y que no está condenado a la mera satisfacción de las necesidades biológicas.
Pasemos sin más preámbulos a las objeciones que pueden esgrimirse contra la idea de Dios. Estas pueden dividirse en dos grandes grupos. Por un lado, tenemos las críticas que cuestionan la propia sostenibilidad del concepto, y que giran principalmente alrededor de su carácter antropomórfico, o mejor dicho, antrópico (el primer adjetivo parece más adecuado para los dioses de las mitologías politeístas). Se nos dice que el universo no muestra indicios de haber sido diseñado por una inteligencia análoga a la humana, sino que más bien parece obedecer a principios impersonales, totalmente indiferentes hacia la suerte de seres tan insignificantes como nosotros. Y se observa también que el pensamiento humano es una actividad que carece de existencia independiente de determinados procesos moleculares de nuestro cerebro, con lo cual no tendría base alguna postular que una inteligencia de ningún tipo pueda preexistir a la materia.
El segundo tipo de objeciones no se basa en cuestionar la sostenibilidad o consistencia del concepto de Dios, sino en considerarlo superfluo. Se nos dice que no es necesario postular la existencia de una inteligencia trascendente para afirmar la racionalidad de lo real, ni tampoco para fundamentar la dignidad del hombre. El universo se puede explicar perfectamente mediante la operación de leyes impersonales y del azar. Y la ética, especialmente desde Kant, se entiende como una disciplina autónoma, por contraposición a la heteronomía que supone basarla en unos supuestos mandamientos divinos.
Cabe observar que la crítica verdaderamente formidable es la del segundo tipo. Pues para hacer frente a las primeras, basta con mostrar que el concepto de Dios es consistente, sea o no verdadero[4]. En cambio, la objeción de que se trata de una idea prescindible (la famosa "hipótesis innecesaria" de Laplace) requiere algo mucho más difícil, que es demostrar que sin Dios no podemos comprender el universo ni justificar la dignidad absoluta del hombre. En lo que sigue, trataré de mostrar la debilidad de ambos tipos de objeciones.

La crítica del antropismo
La idea de que el universo no muestra indicios de ser obra de una inteligencia (o al menos de una inteligencia que se sienta concernida por el ser humano) es al menos tan antigua como la opuesta, que pone de relieve la profunda sabiduría que subyace en la naturaleza, y subraya incluso la belleza de la creación. No obstante, hoy el debate ha quedado más circunscrito al problema del mal. Para muchos la principal razón del ateísmo es la existencia del sufrimiento. Si Dios existe, ¿por qué lo permite, o por qué no ha creado al menos un mundo en el que el dolor no alcance los niveles de crueldad que conocemos? En esta cuestión es preciso distinguir entre la necesidad humana de comprender y la necesidad de consuelo. Seguramente ningún razonamiento puede consolar verdaderamente a alguien que haya perdido a un ser querido o que esté padeciendo un dolor físico insoportable. Sin embargo, no sería válido deducir de ello que el sufrimiento no tiene explicación. Ante las argumentaciones de filósofos o teólogos que pretenden explicar por qué Dios permite el mal, una reacción típica del ateo o agnóstico consistirá en invitarnos, con cierta sorna, a acudir a un tanatorio, o a un hospital, a explicar esas teorías a quienes están sufriendo. Esto difícilmente puede considerarse un argumento, pero aunque lo fuera, podría volverse fácilmente en contra de quien lo utilizara, porque son muchas las personas que no sólo perseveran en su creencia en Dios tras una experiencia traumática, sino que encuentran en ella un profundo consuelo.
Según la definición clásica, el mal es la privación del bien[5]. La sed es la falta de líquidos, la ignorancia es la falta de conocimiento, y así sucesivamente. Ahora bien, los seres humanos somos seres limitados, a diferencia del Creador; por definición, ningún ser creado o relativo es omnipotente ni omnisciente. De aquí se deduce que imaginar un ser finito que no estuviera expuesto a ningún mal es una contradicción en los términos. Dios podría, en efecto, si quisiera, evitar todo mal. El avión al que le fallan los motores no se estrellaría, la persona que cae al agua sin saber nadar, no se ahogaría, etc. La consecuencia de ello sería que no tendríamos ningún tipo de incentivo para aprender a nadar, ni para construir aviones con motores que funcionaran, ni siquiera aviones de ningún tipo, porque no necesitaríamos viajar ni hacer el menor movimiento para vivir. Ahora bien, un "paraíso" semejante, en el que ninguna acción o ausencia de acción tuviera consecuencias desagradables, imposibilitaría el ejercicio de la libertad humana, que se basa en que las acciones tengan algún sentido, alguna utilidad, algún efecto. Ni siquiera tendrían sentido ese tipo de acciones que llamamos pensamientos (recuerdos, reflexiones, proyectos), y que son los precursores de la conducta racional. En un mundo sin ningún mal no habría verdadera actividad consciente, sino que nos hallaríamos dentro de algo análogo a una película cuyos personajes ni sienten ni padecen, puesto que no son más que imágenes proyectadas en una pantalla. (Más adelante volveremos sobre esta metáfora.)
Es dudoso que Dios pudiera tener motivos para crear un universo así. Pero aunque los tuviera, lo que está claro es que ese universo no es el nuestro. La pregunta crucial es si, pese a todo el mal que hay en el mundo, preferimos existir o no. Por supuesto, hay quien responde en un sentido negativo, y es consecuente con ello hasta el extremo de quitarse la vida. Pero el suicida y el que cree que la vida vale la pena, incluso en medio de terribles dificultades, no pueden tener razón a la vez. Uno de los dos se equivoca, necesariamente.
Se podrá replicar que aunque el sufrimiento sea inherente a los seres finitos, este podría al menos no sobrepasar el límite de lo soportable. Pero tal límite es subjetivo y relativo, por lo que si fuera posible corregirlo sucesivamente, probablemente acabaríamos por dictaminar como intolerable el pinchazo de una aguja hipodérmica.
En un sentido más general, frente a los que objetan que el universo no aparenta ser obra de una inteligencia, cabe preguntar cómo debería ser, según ellos, un mundo diseñado por un ser consciente. ¿Lo hubieran concebido acaso mucho más pequeño, para ahorrarse esos espacios inmensos que no sirven para nada? ¿Hubieran dispuesto que las órbitas de los planetas fueran circulares, y no elípticas, como creyó en un principio Kepler? ¿Habrían producido mares y océanos de agua dulce? Enmendarle la plana a la Inteligencia infinita parece algo más bien arrogante, por no decir muy poco inteligente.
En realidad, en una contemplación desprejuiciada, las constantes físicas del universo parecen delicadamente ajustadas para que en él pudieran surgir formas de vida inteligente. Pequeñas variaciones en la constante cosmológica, en la fuerza que mantiene unidos los núcleos atómicos, en la masa relativa del protón o en la intensidad gravitatoria, entre muchas otras, hubieran dado lugar a un universo demasiado enrarecido o demasiado denso para permitir la aparición de la vida; o en el que, por ejemplo, no se hubieran sintetizado en cantidad suficiente el carbono ni otros elementos esenciales para la química orgánica[6].
Algunos cosmólogos han tratado de evitar las conclusiones en favor de una inteligencia creadora que se desprenden de este “ajuste fino”, especulando con la existencia de un gran número de universos paralelos (el conjunto de los cuales recibe el nombre de multiverso), basados en ecuaciones y constantes físicas distintas del nuestro. Si este fuera el caso, no habría nada sorprendentemente improbable en el hecho de que existiera un universo como el que conocemos, en el cual se dieran precisamente las condiciones adecuadas para la aparición de la vida inteligente[7].
            No se nos puede escapar que estas especulaciones tienen algo de recurso desesperado. Por supuesto, no existe ninguna evidencia empírica a favor de la existencia de otros universos, ni está claro que pudiera haberla. Más adelante volveré a examinar las concepciones del multiverso, pero por ahora nos basta con poder afirmar con rotundidad que no existe ninguna incongruencia entre la descripción actual que podemos hacer del universo conocido y la idea de un Creador, sino más bien todo lo contrario.
            El otro tipo de crítica del antropismo se basa en el problema de las relaciones entre la mente humana y la materia. Puesto que todo parece indicar que nuestra mente es un conjunto de procesos neuronales, explicar el origen del universo recurriendo a un Creador supondría postular una inteligencia primordial, que pudiera preexistir a cualquier soporte material, lo que no sería congruente con nuestra experiencia.
            El problema de imaginar una inteligencia incorpórea ya preocupó a Agustín de Hipona. Durante mucho tiempo le resultó imposible concebir que pudiera existir un ser carente de las dimensiones espaciales, hasta que cayó en la cuenta (siglos antes que Descartes) de que su propia mente, por la cual se representaba los objetos extensos, era algo distinto de estos[8].
            Por mucho que pudiéramos establecer una correlación milimétrica entre los procesos moleculares del cerebro y cualquier pensamiento concreto, lo cierto es que ningún observador externo tendrá una experiencia directa de mis pensamientos. Si por un imposible ocurriera tal cosa, el observador se identificaría literalmente conmigo; es decir, dejaría de ser observador. La subjetividad es irreductible a lo objetivo. Imaginamos, por nuestra propia experiencia, que otros bípedos albergan mentes similares a la nuestra, pero nunca jamás llegamos a ver “dentro” de ellas.
            Esta radical heterogeneidad entre lo mental y lo físico parece conducirnos al problema, planteado por Descartes, de cómo interaccionan los dos niveles. Pero posiblemente se trate de una cuestión mal planteada. Tenemos una experiencia inmediata de nuestros estados mentales, pero en cambio, acerca de la materia ¿qué es realmente lo que sabemos? Cuando tratamos de definirla, adentrándonos en sus componentes subatómicos, nos encontramos con que estos se disuelven en una serie de ecuaciones con variables y constantes numéricas. Y ¿qué son realmente estos formalismos matemáticos, sino pensamiento?
Si lo material fuera algo primordial o substancial, resultaría imposible entender por qué es inteligible, o mejor dicho, qué significa ser inteligible. En cambio, si suponemos que la materia ha sido previamente pensada, que procede por tanto del pensamiento, no habría nada esencialmente sorprendente en que pueda ser repensada después por criaturas inteligentes[9]. El verdadero enigma irresoluble sería no cómo puede existir una mente sin soporte físico, sino cómo podría existir lo físico sin haber sido pensado antes, cuando al analizarlo, se nos disuelve en relaciones intelectuales, en leyes y parámetros matemáticos.
Después de todo, la crítica del antropismo se basa en una verdad innegable: el concepto de Dios es análogo a la mente humana. Pero esta crítica no prueba nada en contra de la existencia de un Creador porque conceptos como los de leyes o fuerzas de la naturaleza, tan caros al materialismo, implican también una clara analogía con la psicología humana. Para erradicar por completo el antropismo, habría que renunciar nada menos que a establecer leyes físicas y a postular la existencia de fuerzas, como si la naturaleza estuviera regida por decretos, o como si en los cuerpos inanimados actuaran principios semejantes a la voluntad. O como si existiera una mente ordenadora tras todo ello... Lo cierto es que no hay nada más difícil de explicar, desde una metafísica materialista, que el hecho de que la naturaleza esté regida (otro término antrópico) por ecuaciones matemáticas[10].
En resumen, afirmar que el concepto del Creador es antrópico es una tautología. Pero no hay más motivo para rechazarlo por ello que para rechazar toda teorización física, que se basa igualmente en establecer leyes naturales análogas a las leyes humanas.

La crítica de la “hipótesis innecesaria”
Pasemos ahora a la crítica basada en cuestionar la necesidad de la tesis teísta, que es donde se han hecho fuertes el ateísmo y el agnosticismo contemporáneos. Empezaré por el enfoque basado en el principio de la simplicidad de las teorías, porque nos permite entrar rápidamente en el meollo del asunto. El razonamiento, muy sencillo, es el siguiente: Si Dios, causa del universo, es a su vez incausado (o no conocemos su causa), podemos ahorrarnos un paso y decir que el universo es incausado, o que no conocemos su causa, sin necesidad de postular ningún ser trascendente.
            Este argumento ignora lo esencial de la definición de Dios que hemos expuesto al principio. El Creador no sería meramente una causa del universo, como por ejemplo la masa de la Tierra es la causa de que las manzanas caigan de los árboles. La diferencia crucial es que la Tierra no puede evitar que las manzanas tiendan a moverse hacia su centro, mientras que Dios podría haberse abstenido de crear el universo. Es decir, la idea de Dios introduce algo radicalmente nuevo en nuestra comprensión de la realidad, que es el concepto de libertad. Por el contrario, en el supuesto de que el universo fuera causa de sí mismo, la libertad quedaría lógicamente excluida, porque para decidir no existir habría que existir previamente. Ni siquiera Dios es libre de no existir; sin embargo, sí es libre de crear algo distinto de sí mismo, es decir, el universo; la libertad es trascendente por definición. Y esto es lo decisivo, porque si, por economía teórica, prescindimos de la libertad creadora, se abren ante nosotros las dos únicas posibilidades siguientes:
            La primera, que denominaré irracionalismo, consiste en afirmar que el universo no es propiamente causa de sí mismo, sino que en rigor existe sin causa alguna, porque sí.
            La segunda, que llamaré racionalismo inmanentista, o simplemente inmanentismo, sostiene por el contrario que el universo tiene en sí mismo, o en su naturaleza, su propia causa.
            Examinaré a continuación la tesis irracionalista, pero antes conviene prevenir un posible equívoco. El irracionalismo no debe confundirse con la posición positivista, que se puede expresar coloquialmente también como la tesis del porque sí. El positivista afirma que no tiene sentido hablar de una causa del todo, porque no se trata de una cuestión que se pueda abordar experimentalmente. Simplemente, en algún momento hay que aceptar que existe un hecho bruto e irreductible, como es la existencia de algo, y por tanto es procedimentalmente incorrecto pretender ir más allá.
Dicho sea de paso, el problema del positivismo es que la tesis “Sólo es válido el conocimiento experimental” no es a su vez una tesis experimental, por lo que se autoanula. Al positivista de barra de bar que sostiene, con cierto tono de superioridad, que sólo cree en “los hechos”, basta con preguntarle cuál es el hecho que demuestra que sólo hay que creer en los hechos. Por supuesto, dar crédito sólo a lo fáctico es imposible en la práctica, pues las leyes de la naturaleza, que irreflexivamente damos por hechos (como por ejemplo la ley de la gravedad, de la que dependen cosas como que el Sol salga mañana), no son hechos en absoluto, sino teorías sobre los hechos. No hay ningún código constitucional cósmico en el que podamos encontrarnos las leyes de la naturaleza, como nos tropezamos con los hechos, sea un árbol o una medición en el laboratorio. Alguien que realmente sólo creyera en los hechos debería empezar por admitir que no cree que el Sol vaya a salir mañana, ni tampoco lo contrario. Este empirismo radical equivaldría a admitir que cualquier cosa puede suceder en el minuto siguiente, porque no seríamos tan ilusos como para creer en esas supersticiones llamadas leyes de la naturaleza o nexos causales[11]. Podemos apostar a que nuestro positivista (en el sentido descriptivamente psicológico o ideológico del término, lo que he llamado “positivista de barra de bar”) retrocedería incomodado ante tal planteamiento.
Ahora bien, el irracionalismo, a diferencia del empirismo radical, no se limita a creer en los hechos, sino que es una posición francamente metafísica, es decir, una concepción sobre la realidad, y no sólo sobre nuestro conocimiento de ella. Lo que afirma el irracionalista no es que carezca de sentido preguntarse por la razón de la existencia, sino literalmente que es la existencia la que carece de sentido o de razón alguna. Dicho de otro modo, que el mundo es absurdo[12].
El irracionalismo presenta un problema muy grave, y es que, si algo puede existir o suceder sin razón alguna, cualquier cosa puede suceder o irrumpir súbitamente a la existencia. En cualquier instante, la aparente inmutabilidad de las leyes de la naturaleza podría quebrarse. Todo podría suceder, excepto las contradicciones lógicas[13]. Por supuesto, tal cosa se contradice frontalmente con la experiencia humana del orden natural de las cosas, pero para el irracionalista esto sería una estricta casualidad, que no nos daría ningún derecho a esperar nada del futuro. Así que podríamos también decir que, pese a su carácter intelectualmente repugnante, el irracionalismo encierra una secreta fuerza: es lógicamente irrefutable.
Como antes hemos visto, la alternativa al irracionalismo es que exista una causa del universo, y esta causa sólo puede encontrarse en el propio universo o en un ser trascendente. Si el irracionalismo es la tesis de que todo es contingente, de que nada existe necesariamente, el racionalismo es la tesis opuesta: que existe algo necesario, un ser que es causa de sí, sea el propio universo o el Creador. Ahora bien, que el irracionalismo sea lógicamente irrefutable, aunque inverosímil, nos sirve de aviso de que perdemos el tiempo intentando demostrar apodícticamente la existencia de un ser necesario o absoluto. Esta es la razón por la cual las clásicas “demostraciones” de que existe un Absoluto o un ser necesario sirven más para sembrar dudas acerca de algo que, en el fondo, todos creemos (que hay siempre una razón de las cosas) que no para conseguir su objetivo.
Así, por ejemplo, Tomás de Aquino, en su conocida como “tercera vía”, o demostración de la existencia de un ser necesario, sostiene que las cosas contingentes son aquellas que pueden ser “producidas o destruidas”, lo que significa que tienen al menos un principio en el tiempo, de lo que deduce que si sólo hubiera cosas contingentes, en algún momento no habría existido nada. “Pero –prosigue– si esto es verdad, tampoco ahora existiría nada, puesto que lo que no existe no empieza a existir más que por algo que ya existe. Si, pues, nada existía, es imposible que algo empezara a existir; en consecuencia, nada existiría; y esto es absolutamente falso. Luego no todos los seres son sólo posibilidad [contingentes]; sino que es preciso algún ser necesario[14]”.
El error de esta argumentación se halla en partir de una premisa que, aunque seguramente es verdadera, no se puede dar por probada: que todas las cosas contingentes han debido ser “producidas” en algún momento, o dicho de otro modo, que todo tiene una causa, un porqué, una razón. Es decir, Santo Tomás se deja a su espalda, sin demostrarla, la tesis básica del racionalismo, que no es otra que aquella que intenta probar. Que todo tiene una razón y que debe existir un ser necesario es, al fin y al cabo, afirmar la misma cosa; pues su negación, como hemos visto, sería que todo es contingente. Y aunque los seres humanos seamos genéticamente racionalistas y nos repugne considerar la alternativa, no podemos demostrar el racionalismo en el sentido estricto de la palabra demostrar que utilizan los matemáticos.
Esta es la mala noticia. La buena es que no necesitamos probar una proposición que, en lo más hondo de nuestro ser, somos incapaces de poner en duda, esto es, que en el mundo las cosas siempre tienen un porqué y por tanto algo existe por sí mismo. Más aún, intentar demostrarla es una forma bastante absurda de provocar que las dudas generadas por una demostración deficiente contaminen el fondo del asunto.
En conclusión, tenemos que el primer elemento esencial de nuestra definición de Dios, que existe un ser absoluto, es algo que no podemos demostrar pero que tampoco podemos dejar de creer, a poco que pensemos en ello. Nos queda ver entonces si ese ser absoluto coincide con el universo o si es un ser trascendente.
Ahora bien, sostener que el Absoluto o ser necesario es el universo supone negar que existan seres contingentes, o lo que es lo mismo, afirmar que las cosas no podrían haber sido o sucedido de otro modo. El hecho de que frecuentemente nos parezca que podrían ser distintas se debería a una limitación de nuestro intelecto, como sostuvo Spinoza[15].
A primera vista, esta posición no es compatible con la moderna física cuántica, en la que el azar indeterminista juega un papel esencial. Sin embargo, debe notarse que el azar no es un principio explicativo último, sino que presupone siempre un orden. Si lanzo un dado sobre una superficie, sólo contemplo seis posibilidades, según qué cara quede hacia arriba cuando el dado se detenga. No prevemos en absoluto que el dado desaparezca, que salga volando o que se convierta en un pez dando coletazos sobre la mesa. Por definición, el azar implica un número sumamente restringido de posibilidades, al menos en comparación con las infinitas posibilidades lógicas de sucesos que podemos concebir. El azar puede servir para explicar un determinado suborden, pero no el orden fundamental de la realidad, salvo que nos deslicemos hacia un franco irracionalismo, que por hipótesis rechazamos.
La cuestión ineludible se puede plantear, por tanto, en estos términos: ¿El orden fundamental de la naturaleza es la única posibilidad que existe? ¿Podrían las leyes y ecuaciones matemáticas que rigen el universo haber sido distintas? ¿Podría, simplemente, no haber existido nada? Si cualquier alternativa aparentemente lógica a lo existente pudiera excluirse, el universo sería necesario en sí mismo –sería lo absoluto; y evidentemente no habría necesidad conceptual alguna de un ser trascendente.
El inmanentismo es la tesis según la cual sólo hay un orden posible, lo que incluye descartar la posibilidad de la nada absoluta. Existe una forma de inmanentismo débil muy extendido, que consiste en confundir el orden, las “leyes santas de la naturaleza” (según la piadosa expresión del ateo Barón d’Holbach[16]), con la explicación de los fenómenos de la naturaleza. Esto es a lo que Wittgenstein se refirió como el “espejismo” que subyace a “toda la visión moderna del mundo[17]”. Por supuesto, lo que hay que explicar realmente es que haya algo así como leyes de la naturaleza, y precisamente estas leyes, en lugar de otras.
Dentro de esta visión deficiente habría que contextualizar las vanas especulaciones basadas en la idea de que el universo sería una “fluctuación cuántica” de la nada. Por supuesto, la nada absoluta no puede “fluctuar”, y si lo hace es que no es la nada, sino un estado físicamente descriptible, que restaría a su vez por explicar[18]. En todo caso, si realmente algo puede surgir de la nada absoluta, sin la intervención de una razón trascendente, cualquier cosa puede surgir; por qué no un paraguas o una bicicleta. Pero quienes se entretienen con malabarismos verbales sobre el universo como un efecto cuántico de la nada reaccionarían ofendidos ante la insinuación de que su tesis supone renunciar al racionalismo.
Hablando ahora más seriamente, para que el orden fundamental sea el único posible, habría que suponer dos cosas: que es imposible que nada exista, y que no hay órdenes alternativos. Empezaré por la segunda cuestión.
Antes nos hemos referido a las teorías del multiverso. Una formulación extrema de estas teorías consistiría en que la realidad agotara todas las posibilidades lógicas, lo que supondría admitir la existencia de todos los universos matemáticamente consistentes, probablemente infinitos. Un inconveniente de esta teoría, paradójicamente, recuerda mucho al del irracionalismo. Pues si existen infinitos universos (muchos de los cuales serán estrafalarias variaciones del nuestro, perfectamente válidas desde un punto de vista lógico), prácticamente cualquier absurdo puede suceder[19].
Sin embargo, el defecto fatal de la concepción de una realidad lógicamente exhaustiva es que es imposible que todas las posibilidades lógicas existan a la vez. Un ser A (sea un universo entero o lo que se quiera) puede existir o no. Pero ambas posibilidades son excluyentes, por el principio de contradicción. Es imposible una realidad o multiverso en el que A exista y no exista a la vez; o dicho de otro modo, siempre habrá como mínimo una posibilidad excluida. No afecta en nada a este razonamiento el que haya diversos seres o universos posibles, o infinitos. Si por ejemplo sólo existieran tres universos consistentes posibles, A, B y C, el multiverso ABC de todos los universos posibles sería sólo una realidad posible entre ocho, pues sería también posible que no existiera ninguno de estos universos (una posibilidad), que sólo existiera uno (tres posibilidades más, A, B y C), o que sólo existieran dos (otras tres posibilidades, las combinaciones AB, AC y BC). Cada uno de estos siete multiversos posibles, al igual que la nada absoluta, excluye la existencia de los demás, porque los universos no pueden existir y no existir a la vez. En general, para n universos posibles, tenemos 2n realidades posibles, incluyendo la nada absoluta.
Vamos a suponer, sin embargo, que por razones muy complejas que escapan tal vez a nuestra capacidad de cálculo, sólo hubiera un universo consistente posible. En ese caso, como acabamos de ver, aún habría dos posibilidades lógicas excluyentes, que este universo existiera o que no; es decir, que hubiera algo o nada en absoluto. Si pudiéramos demostrar que la nada absoluta es un concepto contradictorio en sí mismo (como han pretendido muchos filósofos, desde Parménides), este universo sería necesario, y no se requeriría de la intervención de ningún ser trascendente.
Se podría decir que la nada absoluta es contradictoria, porque si no hubiera la nada, habría al menos la verdad de que no hay nada. Pero si no hubiera nada, tampoco habría verdad, pues la verdad es una relación de correspondencia de una proposición con alguna cosa. No puede haber una verdad y además nada, pues la verdad siempre es relacional, implica la existencia de algo además de ella misma. Por tanto, esa contradicción no se daría; sencillamente, si no hay nada, tampoco hay ninguna verdad ni proposición. Todas las pretendidas "demostraciones" de la imposibilidad de la nada se basan en variantes de este argumento; tratan de sostener que el mero hecho de considerar la nada ya implica aceptar la existencia de algo, lo cual tal vez sea una inevitabilidad lingüística, pero no un aserto lógico[20].
Hemos llegado a un punto en que el inmanentismo, es decir, la idea de que lo absoluto es el universo, se revela como extremadamente problemático. Explorando la idea de que no hubiera alternativa alguna al universo conocido, descubrimos que no se sostiene lógicamente. El universo, como ha propuesto Francisco José Soler, sería a fin de cuentas un objeto, comparable a cualquier otro objeto contingente, y por tanto no podría tener en sí mismo la razón de su existencia, como no la tienen un árbol ni un abrelatas[21].
Por eliminación nos vemos obligados a dejar de hacer remilgos a la idea de un ser trascendente que habría decidido libremente crear nuestro universo. No está de más señalar que este método difiere por completo de las “pruebas” tradicionales de que el Absoluto es un ser personal, y cuyo resultado es similar al de la “demostración” del ser absoluto que critiqué antes: despiertan incredulidad incluso en los previamente convencidos. Generalmente esas pruebas se basan en el siguiente silogismo: Una persona es un ser más perfecto que una cosa inanimada. Ahora bien, Dios es por definición el ser más perfecto. Luego Dios es un ser personal[22]. Un problema nada soprendente de este razonamiento es que entraña circularidad. Quien crea que el origen de todo cuanto existe se halla en un Dios personal, consecuentemente pensará que la realidad espiritual es la más alta. Pero un materialista coherente no considerará como una verdad objetiva la afirmación de que una persona es una realidad más perfecta o excelsa que un mineral, sólo porque sea más compleja (¿cuál es el criterio de perfección?), y aunque quizá subjetivamente no pueda evitar compartirla. El otro problema es que podría existir un grado de perfección superior, y distinto al nivel personal, desconocido para nosotros. En ese caso, Dios no sería un ser impersonal, pero tampoco personal, sino algo diferente e incognoscible[23].
            Aquí, por el contrario, prescindimos totalmente del impreciso concepto de perfección para sostener que Dios es un ser personal, lo cual tiene de paso la nada despreciable virtud de permitirnos desdeñar la peregrina idea de un ser que fuera suprapersonal, sea lo que sea que esto signifique. Al examinar rigurosamente y descartar en consecuencia la idea de que la razón del universo sea inmanente, nos vemos abocados a admitir (siempre que descartemos el irracionalismo) que la razón del universo sólo puede ser un Absoluto trascendente. Y el único concepto que nos permite ligar este Absoluto con los seres contingentes, sin que estos dejen de serlo y se fundan con él, es el concepto de libertad. Sólo un Absoluto libre (y por tanto personal) puede añadir algo nuevo a la realidad que no sea parte de él mismo, que no haya existido ya desde toda la eternidad; sólo un ser libre puede ser auténticamente creador.
            Volvamos ahora a las implicaciones fundamentales de la idea de un Dios trascendente. Afirmamos al principio que sólo Dios permite comprender el universo y fundar de manera inamovible la dignidad de la persona humana. Lo primero se ha hecho evidente, por cuanto sólo una inteligencia capaz de elegir racionalmente entre distintas posibilidades nos permite justificar por qué existe el universo tal como lo conocemos y no otro o simplemente nada. Y lo segundo está directamente relacionado con la libertad creativa que subyace en el universo. Sólo criaturas a su vez libres, capaces de sobreponerse a su egoísmo animal, son capaces de someterse a una ética objetiva y no a una mera regulación coactiva de intereses en conflicto. La moral precede al Estado (y es su fundamento jurídico) sólo si somos metafísicamente libres.
            Cabe en este momento plantearnos una cuestión, y es si podría concebirse la existencia de la libertad humana en sentido metafísico, independientemente de la existencia de un Creador. El análisis de este problema nos ayudará a comprender mejor el sentido del racionalismo trascendentalista.
            Karl R. Popper, pese a ser agnóstico, sostuvo que el viejo materialismo determinista había sido superado por la ciencia moderna, y en lugar de una visión del mundo reduccionista, propuso una teoría emergentista, dentro de la cual se justificaba con naturalidad la concepción humanista de la libertad. Según el filósofo austríaco, existen aspectos de la realidad que son irreductibles al mundo material. Habría el Mundo 1 de los procesos físicos, el Mundo 2 de la actividad mental y el Mundo 3 de las construcciones mentales (como libros, teoremas, sinfonías, etc.)[24]. Aunque el Mundo 2 emerge evolutivamente del Mundo 1, Popper sostenía que no podía ser comprendido en términos físico-químicos ni biológicos. El universo tendría, por tanto, la capacidad de producir algo verdaderamente nuevo, es decir, algo que no podía haber sido previsto sólo con las leyes del mundo físico: sería un universo creador o, como lo denomina también, abierto[25].
            Popper contrapone su concepción del universo abierto no sólo con el determinismo materialista, sino también con el teísmo, al que considera otra forma de determinismo metafísico, basado en el principio del Eclesiastés “nada hay nuevo bajo el sol[26]”. Para este pensador, la idea de un ser omnisciente, que conocería incluso el futuro, equivale a suponer que no existe ninguna auténtica novedad (ni por tanto verdadero libre albedrío), pues todo lo que pueda suceder preexistiría en la mente del Creador.
Ahora bien, Popper es el primero en admitir que para comprender la libertad humana, “el indeterminismo no basta[27]”. Él cree que la libertad se puede entender como una interacción entre los Mundos 2 y 3, y entre estos y el Mundo 1. Para ello, es condición indispensable que el Mundo 1 sea causalmente abierto, lo que supone admitir que la existencia de objetos como una catedral o un ejemplar del Quijote no pueden ser explicados exclusivamente con las leyes de la física, la química ni siquiera la neurología.
Esta concepción me parece enormemente sugestiva. Sin embargo, creo que entra en conflicto con la idea expuesta más arriba de que la libertad tendría esencialmente algo que ver con que el futuro no esté escrito. El núcleo de la idea de libertad se encontraría en el concepto de autonomía, y estaría estrechamente relacionado con la metáfora que concibe al yo como el piloto de un barco[28]. Una definición de la libertad basada en la impredictibilidad del futuro no sólo me parece meramente negativa, sino además equivocada. Que una inteligencia finita no pueda predecir de manera infalible las decisiones de un ser consciente sería una consecuencia de la libertad (aunque también de otras cosas), no la esencia de la libertad.
Popper utiliza otra metáfora para distinguir entre lo que denomina determinismo “científico” (las comillas son suyas, pues no cree que este determinismo esté justificado por la ciencia) y el determinismo metafísico. Podemos considerar que, según este último, el tiempo es una película en la que el pasado y el futuro equivalen a los fotogramas anteriores y posteriores, respectivamente, a un fotograma cualquiera[29]. Pues bien, el determinismo “científico” no sólo se basa en esta metáfora, sino que sostiene además que a partir de cada fotograma sería posible, al menos en teoría, calcular los demás fotogramas de la película[30].
Popper argumenta convincentemente contra la idea de que el futuro sea calculable según el paradigma mecanicista de Laplace. Sin embargo, sus argumentos posteriores contra el determinismo metafísico olvidan, sorprendentemente, su propia distinción anterior. Según el filósofo, al considerar como válida la metáfora de la película, “el futuro, al estar entrañado causalmente por el pasado, podía considerarse contenido en el pasado, al igual que el pollo está contenido en el huevo, con todos sus mínimos detalles. El futuro se convertía, por tanto, en redundante. Era superfluo.[31]” Sin embargo, esto es precisamente lo que sostiene el determinismo “científico”, no el metafísico. (Por lo demás, la metáfora del huevo y el pollo tampoco es muy feliz, pues nadie considera que un pollo sea “redundante” porque ya esté prefigurado en un huevo. Entre otras cosas, porque un huevo no puede producir directamente más huevos, y un pollo sí.)

Son reveladores también los otros dos argumentos de Popper contra lo que llama el determinismo metafísico. Por un lado, lo acusa de reducir la flecha del tiempo a algo puramente subjetivo. Y por el otro, señala que incluso aunque el tiempo y el cambio sean ilusorios, “una cosa, al menos, estaría cambiando realmente en el mundo: nuestra experiencia consciente[32].”

Sin embargo, la metáfora de la película no implica que no exista el tiempo, sino que el tiempo es una propiedad del mundo físico, y que por tanto, no afecta a un ser trascendente, que es el auténtico espectador de la película, no nosotros. Nosotros somos los personajes que están dentro de la película.

Popper tiene razón al rechazar la metáfora de la película si entendemos que en ella los personajes no son libres (pues siguen un guión predeterminado). Se equivoca, sin embargo, cuando asocia indisolublemente el determinismo con la idea del Absoluto. Esto sólo es así si identificamos el Absoluto con el mismo universo, en lugar de con un ser trascendente. Y aquí se halla el quid de la cuestión. Utilizando libremente la propia terminología de Popper, lo fundamental es si concebimos un absoluto abierto o un absoluto cerrado. El segundo sería el absoluto del racionalismo inmanentista, en el que el universo es un ente clausurado, al cual ya no es posible añadir nada, en el que no sucede realmente ninguna novedad –y que hemos visto que es lógicamente insatisfactorio. El primero, el absoluto abierto, es el Creador, un ser perfecto e inmutable, pero constituido de la capacidad esencial de desbordarse  en el mundo y el tiempo, preñados de acontecimientos y de aventuras.


Reflexión final

La verdadera alternativa al Dios trascendente no es el absoluto cerrado, sino que no exista ningún absoluto, o sea, el absurdo. Es el inmanentismo, y no la idea del Creador, lo que se nos revela como un antiguo sofisma sobrevalorado. Parménides creyó que el Absoluto se identifica con todo cuanto existe, porque un razonamiento equivocado le llevó a rechazar que pudieran existir seres contingentes[33]. Consecuentemente, negó que el movimiento existiera, pues el Absoluto es inmutable, atemporal. Por supuesto, basta con ponerse a andar, como hizo Diógenes, para convencerse de que la conclusión de Parménides era falsa. Forzosamente, una de sus premisas debía descartarse. O bien el Absoluto no existe o bien sí existe, pero hay más cosas además del Absoluto.

            La existencia del Absoluto no es ni mucho menos evidente como la del movimiento. Pero es una necesidad de la razón. Si no hay algo absoluto, si todo es relativo y cambiante, el mundo es nuclearmente incomprensible, y la libertad humana carece de sentido sin referencias firmes; es un errar sin rumbo.

            Probablemente todo el mundo cree en el fondo de su ser en la existencia del Absoluto. Pero multitud de ideas ambientales pueden oscurecer esta íntima convicción y distorsionarla. En última instancia, las argumentaciones anteriores se reducen a desbrozar el terreno de ídolos conceptuales para que no nos oculten una verdad que ya se encuentra en nuestro interior.




[1] “El acto creador es una iniciativa libre.” F. van Steenberghen, Dios oculto ¿Cómo sabemos que Dios existe?, Desclée de Brouwer, Pamplona, 1965, p. 203.
[2] Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, II, V, 69.
[3] No existe ninguna incompatibilidad de esta idea con la teoría de la evolución, en contra de lo que pretenden divulgadores como Richard Dawkins o –paradójicamente– los defensores del “diseño inteligente”. Véase Francisco J. Soler Gil, Mitología materialista de la ciencia, Encuentro, Madrid, 2013, pp. 31-113.
[4] Es lo que lleva a cabo T. J. Mawson en la primera parte de su obra Creer en Dios. Una introducción a la filosofía de la religión, Siruela, Madrid, 2012.
[5] “No existe, en efecto, la naturaleza del mal; la pérdida del bien recibió el nombre de mal.” Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, Homo Legens, Madrid, 2006, p. 428. Véase también Confesiones, III, 7.
[6] Robin Collins, “La evidencia del ajuste fino”, en F. J. Soler, Dios y las cosmologías modernas, BAC, Madrid, 2005, pp. 21-47.
[7] F. J. Soler Gil, Mitología materialista de la ciencia, ed. cit., pp. 267-293.
[8] “Mi espíritu llevaba a la imaginación formas y figuras que veían los ojos y no me percataba que el poder de la mente, por la que formaba estas imágenes, era algo distinto de ellas.” San Agustín, Confesiones, Alianza Editorial, Madrid, 1999, pp. 156.
[9] “La estructura conceptual que tiene el ser y que nosotros pos-pensamos es expresión de un pre-pensamiento por el que existen las cosas.” Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2013, p. 128.
[10] “Después de todo las matemáticas son puro pensamiento, ¿y qué podría enlazar ese pensamiento con la estructura del mundo físico (...)? (...) La metafísica naturalista es incapaz de arrojar luz sobre esta profunda inteligibilidad, puesto que tiene que considerarla como un accidente afortunado. No obstante, una metafísica teísta puede venir en nuestra ayuda, ya que ésta sugiere que la razón en nuestras mentes, y la estructura racional del mundo físico (...), poseen un origen común en la racionalidad del Dios que es el fundamento común de nuestra experiencia tanto mental como física.” John Polkinghorne, “Física y metafísica desde una perspectiva trinitaria”, en F. J. Soler Gil, Dios y las cosmologías modernas, ed. cit., p. 208.
[11] “La creencia en el nexo causal es la superstición.” Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, Madrid, 1991, 5.1361.
[12] En los textos de historia de la filosofía suele entenderse “irracionalismo” como algo relacionado con el romanticismo, o la idea de que la razón está supeditada de algún modo a lo emocional, lo instintivo, etc. Aquí trato de definir una posición posible, no un movimiento histórico. De todos modos, creo que autores como Camus o Cioran compartían dicha posición.
[13] Una ilustración literaria de esta idea se puede encontrar en la novela de Sartre, La náusea, Alianza Editorial, Madrid, 2012, especialmente pp. 210 y 250-253.
[14] Santo Tomás, [edición de textos selectos], Gredos, Madrid, 2012, p. 342.
[15] “Una cosa se llama ‘contingencia’ sólo con respecto a una deficiencia de nuestro conocimiento.”, Spinoza, Ética, Editora Nacional, Madrid, 1980, I, prop. XXXIII, esc. I, p. 88.
[16] D’Holbach, Sistema de la naturaleza, Laetoli, Pamplona, 2008, p. 468.
[17] Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-philosophicus, ed. cit., 6.371, p. 175.
[18] Ver Mark W. Worthing, “¿Creó Dios el universo a partir de la nada?”, en Soler, Dios y las cosmologías modernas, ed. cit., p. 351.
[19] F. J. Soler, Mitología materialista de la ciencia, ed cit., pp. 286-293.
[20] F. van Steenberghen en su obra Dios oculto, ed. cit., pp. 155-156, trata de demostrar la imposibilidad de la nada para probar la existencia de un ser necesario. Pero que la nada sea lógicamente posible no significa que no pueda existir un ser causa de sí mismo; sólo quiere decir que pueden existir seres contingentes.
[21] Soler, Mitología materialista de la ciencia, ed. cit., pp. 221-239.
[22] “Yo poseo, en mi humilde condición humana, los privilegios excelentes de la personalidad. Es absurdo imaginar que el Ser infinitamente perfecto (...) esté desprovisto de estos privilegios.” F. van Steenberghen, Dios oculto, ed. cit., p. 197. Debo decir que pese mis críticas, se trata de una obra tan estimable como injustamente olvidada.
[23] Idea propuesta por Herbert Spencer en Los primeros principios, Comares, Granada, 2009, pp. 71 y 72.
[24] K. R. Popper y J. C. Eccles, El yo y su cerebro, Labor, Barcelona, 1985, pp. 17-19.
[25] Popper, El universo abierto, Tecnos, Madrid, 2011.
[26] El yo y su cerebro, p. 15.
[27] El universo abierto, pp. 135 y ss.
[28] El yo y su cerebro, p. 119.
[29] San Agustín emplea con intención similar la metáfora de una canción. Ver Confesiones, ed. cit., pp. 324-325.
[30] El universo abierto, p. 56.
[31] Ibíd., p. 113.
[32] Ibíd.
[33] A. Bernabé (ed.), De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 161 y ss.