Leo y escucho siempre a Carlos Rodríguez Braun con gusto. Es uno de mis economistas preferidos. Por su insistencia infatigable, su didactismo constante contra el intervencionismo y el empeño de los gobiernos de freírnos a impuestos, debemos estarle muy agradecidos. Admiro su defensa del liberalismo en tertulias donde se prodigan los tópicos ignorantes contra la (supuesta) austeridad y a favor de los "estímulos".
Sin embargo, a veces me asoma una leve incomodidad al escucharle. Es por el uso que hace, invariablemente peyorativo, de la palabra política. Para Rodríguez Braun política equivale a coacción, en contraste con el mercado, que es la esfera de la libertad individual. En su terminología, toda decisión política es una imposición del gobierno sobre el individuo. Esta concepción deriva quizás de la esclarecedora distinción de Spencer entre sociedad industrial y sociedad militar, entre los sistemas de cooperación voluntaria y cooperación obligatoria. O, como también los llama el autor de El hombre contra el Estado, el régimen de Estado (Status) y el régimen de contrato.
Dicha distinción me parece sumamente útil y necesaria. Sin embargo, creo que al asociar la expresión política y sus derivados exclusivamente con el concepto de coacción, estamos olvidando otro significado que puede tener el vocablo en cuestión, y que es incluso antitético. La política, en su acepción más noble, es el arte de convencer, de sumar voluntades. La política equivale al patriotismo, pero también a la defensa de principios que van más allá de cualquier patria, como por ejemplo, la defensa de la vida, que en nuestro tiempo se dirime en relación con la legislación sobre el aborto.
El mercado, por sí solo, no defiende a los no nacidos. Para acabar con esta matanza de los inocentes es necesaria una actividad política resuelta, un activismo valiente contra el hedonismo imperante, un esfuerzo decidido por cambiar la manera de pensar de millones de personas. Esto es política. Si se lograra prohibir el aborto, como en su día se abolió la esclavitud, sin duda habría individuos que se sentirían coaccionados, como se debieron sentir los esclavistas sureños, tras perder la guerra civil de los Estados Unidos. Pero no toda coacción es intrínsecamente perversa.
El Estado debe intervenir para proteger los derechos a la vida, la libertad y la propiedad. Pensar que un mundo sin coacción es posible no es liberalismo, es buenismo. La política no solo es inevitable, sino además necesaria y valiosa. ¡Incluso defender el liberalismo, como hace brillantemente Rodríguez Braun, es política! Conviene recordarlo, si no queremos caer en una especie de economicismo o caricatura del verdadero liberalismo, que definió lúcidamente Gregorio Marañón: "Ser liberal es (...) primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios." Es decir, intentar en primer lugar convencer, persuadir, no imponer. Lo cual incluye el contractualismo, pero también la arenga, la propaganda y el mitin. No todo en la vida es negocio.