El caso Bárcenas ha vuelto a poner de moda el deporte preferido de los españoles, después del fútbol: La funesta manía de demoler y edificar desde los cimientos, en lugar de restaurar, como se hace en todos los países civilizados, que respetan sus instituciones. Incluso Salvador Sostres, tan insobornablemente lúcido casi siempre, ha cedido a esta pulsión ibérica primaria.
Entre 1812 y 1931 España tuvo seis constituciones. La que más duró, la de 1876, fue sustituida por la republicana de 1931, que acabó como todos sabemos. Pero parece que nos resistimos a extraer la lección. Una constitución perfecta no existe, y la estabilidad de las instituciones es un bien fundamental, que deberíamos cuidar con unción casi religiosa.
Ningún sistema por sí solo previene la corrupción ni la malversación de caudales públicos. Ni la partidocracia ni la politización de la justicia ni el despilfarro autonómico son consecuencias de las leyes, sino de los hombres. Podemos cambiar las leyes cada veinte años, o treinta, pero no cambiaremos la naturaleza humana.
Es un síntoma de inmadurez querer cambiar las leyes cuando la corrupción y el delito alcanza a las esferas más altas. Porque el yerno del rey se enriqueció a costa de las administraciones, algunos ya temen (o acarician) el fin de la monarquía. Porque los nacionalistas catalanes se han llevado el 3 % (o el 13) a Suiza y a Luxemburgo, muchos concluyen que el problema es el estado autonómico. Porque el extesorero del PP repartió sobres de dinero a diestro y siniestro, algunos ya proclaman la defunción del propio sistema de partidos. ¿Y qué más? Si mañana descubrimos que algunos diputados han recibido sobornos ¿tendremos que suspender la democracia parlamentaria?
En las naciones serias, el propio Jefe del Estado puede ser juzgado por los actos más vergonzosos y todo lo demás seguir igual. El presidente de Israel, Moshe Katsav, fue condenado por agresión sexual, entre otros delitos, por lo que, tras renunciar a su cargo, fue encarcelado. Más recientemente, el presidente alemán Christian Wulff tuvo que dimitir por corrupción y tráfico de influencias. Que yo sepa, nadie ha planteado en estos países que haya que reformar el sistema de arriba abajo para evitar que casos como estos puedan repetirse.
Las personas cambian, las instituciones permanecen. Desgraciado el país que tiene que empezar de nuevo cada generación. Sin principios morales, las mejores instituciones se convertirán en nido de corrupción, en refugio de criminales. Y sin principios morales, ni siquiera existe la menor garantía de que las reformas vayan a ser para mejorar, y no una ocasión para preparar las fechorías futuras y, de paso, como quien no quiere la cosa, absolver las pasadas.
El día que se aplicaran con rigor las leyes que tenemos, la corrupción habría terminado, y los corruptos entrarían en la cárcel. Ergo, el problema no son las leyes. El problema es una sociedad encallanada, que se revuelca en una ciénaga moral y todavía se sorprende de que huela mal. El problema es que en lugar de buscar la Salvación, la gente siga viendo Sálvame. Pero la culpa, naturalmente, no es de la gente: la culpa la tiene el mando a distancia.