domingo, 2 de noviembre de 2008

2030: Preparen las maletas para Marte

Según un informe de la organización ecologista WWF/Adena, de continuar el ritmo actual de crecimiento de la población y de consumo, en 2030 necesitaremos otro planeta más. El blog La Libertad y la Ley hizo un primer comentario en caliente de la noticia la pasada semana, poniendo acertadamente de relieve el prejuicio neomalthusiano que subyace en todas estas profecías apocalípticas del ecologismo. En esta entrada quisiera analizar más concretamente algunos conceptos cruciales que aparecen en el informe, y añadir unas reflexiones.


El informe

El informe Planeta Vivo 2008 utiliza los conceptos "Índice Planeta Vivo", "Huella Ecológica" y "Biocapacidad". El primero mide las poblaciones de 1.686 especies de vertebrados de todas las latitudes, que en los últimos años no han dejado de menguar. El segundo, en el cual se basa el núcleo de la argumentación, mide el área de la superficie terrestre necesaria para mantener el nivel de vida de una persona, un país o el mundo entero. Este concepto va ligado estrechamente con el de Biocapacidad, que estima el área biológicamente productiva existente. Ambos parámetros utilizan como unidad de medida la hectárea global (hag), que se define como la hectárea con la capacidad productiva promedio.

Para estimar la Huella Ecológica es necesario medir la extensión requerida por los asentamientos humanos, las zonas pesqueras, forestales, agrícolas, de pastoreo y la extensión de bosques necesaria para absorber las emisiones antropogénicas de CO2. Una vez elaborados todos estos datos, se obtiene que la Huella Ecológica Global fue de 2,7 hag por habitante en 2005, frente a una biocapacidad global de 2,1 hag por habitante. Es decir, como media, cada uno de nosotros supuestamente consume y contamina cerca de un 30 % más de lo que la Tierra puede producir y absorber de manera sostenible. Y según las proyecciones del informe, en 2030 la Huella Ecológica doblará la Biocapacidad, que es lo que se expresa dramáticamente diciendo que serán necesarios dos planetas Tierra.

Se me ocurren dos comentarios acerca de toda esta conceptualización. En primer lugar, nótese que el Índice Planeta Vivo queda algo desconectado del resto de la argumentación. Aunque no negaré que haya buenas razones para lamentar la extinción del antílope saiga, el rinoceronte blanco del norte o la rana arbórea gris, no es para nada evidente que ello afecte a nuestra supervivencia. En segundo lugar, no puede pasar desapercibida la complejidad de las informaciones que se requieren para elaborar el dato de la Huella Ecológica. Permítanme que me muestre escéptico ante la posibilidad de estimar un parámetro semejante, y no hablemos ya de su proyección hacia el futuro. La profusión de gráficos y tablas del informe recuerda al método científico, pero no es el método científico -conviene tenerlo presente.


La gran mentira

La falacia central del ecologismo podría expresarse como sigue:

(1) La Tierra no puede sostener una población y un consumo infinitos.

(2) Esto significa que tiene que haber un volumen máximo de población y de consumo.

Según el ecologismo, ese máximo lo hemos alcanzado ya, o estamos a punto de hacerlo. En los años setenta el Club de Roma ya hizo previsiones, aventurando incluso fechas concretas, acerca del agotamiento de los recursos naturales. El problema es que no acertó ni una.

Pero más allá de la constatación empírica de esos errores, lo decisivo es poner de manifiesto el carácter ilógico de la premisa ecologista. Digámoslo claramente: La proposición (2) no equivale a (1). El hecho evidente de que el planeta no pueda albergar una población infinita no significa que deba existir un número máximo de habitantes dado. Sería así si los recursos naturales fueran algo inmutable, es decir, si la productividad agrícola, industrial, etc fuera ahora la misma que en tiempos del Imperio Romano. La historia, sin embargo, es la demostración patente de que a medida que aumenta la demanda de cualquier recurso determinado, tanto su obtención como su aprovechamiento se hacen más eficaces (menos costosos) o incluso se encuentra un sustituto más accesible. ¿Significa esto que cualquier cifra de población y de producción, por descomunal que sea, sería factible en un futuro dado? Evidentemente no. Pero admitir esta obviedad es muy distinto de afirmar que podemos precisar dónde estaría el límite. Si nos atenemos a la ley sobre los recursos que acabo de enunciar, en teoría el progreso puede continuar indefinidamente. En la práctica, lo que ocurriría es que un momento determinado, colonizar otros planetas empezaría a ser más viable (tecnológica y económicamente) que continuar creciendo sobre la superficie terrestre. Si ninguna catástrofe lo impide, algún día daremos el salto hacia el espacio -es decir, continuaremos creciendo, mal que les pese a los ecologistas. (Si quieren chinchar a uno de estos, recomiéndenle Los próximos diez mil años de Adrian Berry, que se publicó más o menos por la misma época que el informe del Club de Roma.)

Naturalmente, ninguno de estos argumentos convencerá nunca a un ecologista. Incluso aunque se mostrara de acuerdo en la parte puramente lógica, siempre podría agarrarse a la complejidad de las informaciones y estadísticas medioambientales para afirmar que los datos "demuestran" que la Tierra se nos ha quedado pequeña, y que ya es tarde para comprar los billetes para Marte. De hecho, si las tesis ecologistas son válidas, los viajes espaciales masivos no serán jamás factibles, pues las cantidades de energía que se requieren para ello no se pueden desarrollar sin comprometer la sostenibilidad del planeta.


Lo que hay detrás de la gran mentira


Para atacar la línea de flotación del ecologismo hay que obligarles a que se quiten la careta. Es decir, hay que preguntarles si están dispuestos a asumir los costes del crecimiento cero. Este sólo puede conseguirse de dos maneras:
  1. Que los países pobres sigan siendo igual de pobres.
  2. Que los países ricos sean menos ricos.
Observen que ambas hipótesis son a la vez perfectamente compatibles. De hecho, en contra de lo que la imagen popular de los vasos comunicantes sugiere, lo habitual es que cuando disminuye el crecimiento del los países más desarrollados, los más atrasados tampoco salgan beneficiados, sino todo lo contrario (disminución de la inversión extranjera, de las exportaciones, etc).

¿Están dispuestos los ecologistas a asumir las consecuencias de su discurso? ¿Quién le dirá a los chinos o a los indios que no tienen derecho a poseer un automóvil o aire acondicionado? ¿O quién le dirá a los europeos más humildes que han de renunciar a alcanzar jamás el nivel de vida de las clases medias altas? Sólo existe una alternativa, si de verdad aspiramos al crecimiento cero, y es que las clases medias y altas de Occidente sacrifiquen su actual situación económica y estén dispuestas a conformarse con menos, a prescindir o restringir el uso del vehículo privado, las viviendas espaciosas y repletas de confortables electrodomésticos, los viajes, etc.

Naturalmente, si los ecologistas fueran tan claros, no tendría votos, ni subvenciones ni donaciones. Hay que hablar de "bienestar sostenible" y ocultar el hecho de que, de aplicarse seriamente su programa intervencionista, los únicos que mantendrían su bienestar serían ellos y la clase política en general, al igual que ocurre indefectiblemente en todo sistema de economía dirigida.

Muchas propuestas de optimización de los recursos que hacen los ecologistas son las que aplica la propia sociedad sin necesidad de imposiciones, cuando se permite actuar libremente a la iniciativa individual. Por eso los países donde hay más libertad son también los más respetuosos con el medio ambiente. Incluso en el informe Planeta Vivo se les escapa esta verdad, cuando afirman:

"La mayoría de los servicios ambientales de mantenimiento, regulación y culturales no se compran ni se venden en el mercado; por lo tanto, no tienen valor comercial. Su disminución no envía señales de alerta a la economía local o mundial."

¿Cabe mayor elogio del mercado? Sin quererlo, los autores nos están diciendo que si existieran derechos de propiedad sobre bienes públicos como el agua, el aire, etc, estos estarían mucho mejor protegidos, porque habría quien estaría personalmente interesado en ello. Pero naturalmente, su conclusión es la opuesta. Como el mercado no puede solucionarlo todo (¡porque el Estado se lo impide!) la salvación vendrá de los gobiernos, los cuales no han de retroceder ni siquiera ante "los límites de la propiedad privada", como afirma reveladoramente el director general de WWF, James P. Leape, en el prólogo. Como se dice vulgarmente, se le ve el plumero.

El ecologismo, en suma, es el caballo de Troya del viejo despotismo socialista. Como nadie acepta fácilmente sacrificios materiales como los que se estilaban en la antigua Unión Soviética (escasez, colas, mala calidad de los productos, etc) es necesario -además de la pura y simple coacción- un discurso consolador, que o bien nos prometa el paraíso esplendoso del socialismo, o bien nos amenace con un infierno ecológico si nos desviamos de las leyes "que dicta la naturaleza". Nótese el verbo empleado por James P. Leape: La dictadura, en efecto, se puede justificar en nombre del "pueblo" o en nombre de la "naturaleza". Pero dictadura es, al fin y al cabo.