domingo, 7 de junio de 2015

Reivindicación del porqué

Una buena imagen del estado actual del conocimiento científico podría ser la de un rompecabezas a medio hacer. Se ha popularizado la idea de que a este puzle le faltan muy pocas piezas, de que estamos cerca, por primera vez en la historia, de una explicación total y completa de la realidad. Creo que esta concepción es cuando menos muy precipitada. Es verdad que hemos conseguido colocar amplias islas de piezas, que nos ofrecen ciertos atisbos del cuadro final. (A diferencia de los puzles normales, en este nos falta el modelo, lo que da una vaga idea de su dificultad singular.) Pero pienso que es mucho más lo que falta que lo que ya tenemos, aunque no pueda naturalmente precisar o justificar suficientemente mi metáfora. En concreto, carecemos de las piezas esenciales que conectan la teoría cuántica con la teoría de la Relatividad General. Y también hay huecos considerables entre la primera y la bioquímica, entre esta y la biología y la medicina, así como entre todas las demás disciplinas naturales, aparte de los agujeros que persisten dentro de cada una de ellas. Uno de los más notables se halla en la cosmología: los físicos siguen sin conocer la naturaleza del 70 % de la energía que compone el universo, lo que graciosamente han denominado “energía oscura”, y que es responsable de que la expansión del cosmos, después de la Gran Explosión, no sólo continúe sino de que esté acelerándose.
Dicho esto, y aunque esa imagen del rompecabezas en construcción fuese excesivamente prudente, existe otra idea sumamente difundida, y que en mi opinión es todavía más problemática que la visión más optimista del puzle. Se trata de la idea según la cual, hasta hace poco, los huecos del conocimiento venían siendo rellenados por la creencia en Dios, y que a medida que la ciencia va colocando más piezas en esos espacios intermedios, los creyentes nos vamos viendo más y más arrinconados, como los indígenas del Oeste americano que iban resistiendo en territorios menguantes, hasta verse confinados hoy en parques temáticos para hacer las delicias de los turistas.
Sin duda, es cierto que en épocas pasadas se abusó de la idea de Dios para conllevar la ignorancia acerca de muchas cosas. Pero creo que en lo esencial no se trata de un fenómeno distinto de la tendencia genérica de dar un nombre a lo desconocido, que persiste en el actual lenguaje científico. La “energía oscura”, que acabamos de mencionar, es un buen ejemplo de ello, aunque hay muchos más. Nombrar lo desconocido tiene un cierto efecto tranquilizador, nos produce la ilusión de que es algo menos desconcertante, al igual que en un problema de álgebra, llamar x a la solución ya nos acerca más a ella, pues nos permite al menos expresar la ecuación que debemos resolver. Pero la cuestión es: ¿disminuye nuestra ignorancia porque hablemos provisionalmente de energía oscura en lugar de –pongamos– “energía divina”?
El punto esencial no es, sin embargo, la ignorancia humana acerca de tales o cuales materias particulares, que desde luego puede disminuir notablemente, sino un tipo de ignorancia mucho más fundamental, que no puede ser subsanada, al menos en este mundo. La ciencia siempre presupone un marco de inteligibilidad, en el cual trata de integrar todos los fenómenos. Este marco no es fijo, porque las observaciones, a partir de un determinado nivel acumulativo, obligan a modificarlo. Pero la existencia del marco, sea cual sea, se da siempre por descontada; es algo que, por definición, la ciencia ni puede ni pretende explicar. La inteligibilidad del mundo: este es el misterio de los misterios, que sigue tan intocado hoy como hace seis mil años. No por qué caen las manzanas hacia el suelo, sino por qué debería siquiera haber una ley a la que los objetos físicos estén sometidos.
El físico y divulgador Jorge Wagensberg ha expresado en parte lo que quiero decir en al menos uno de sus libros, titulado A más cómo, menos por qué (Tusquets, Barcelona, 2006.) Sin embargo, en otros pasajes de esta obra, recae de manera más o menos sutil en la concepción vulgar que considera la ciencia y la religión como incompatibles, en el sentido de que el crecimiento de la primera implicaría la disminución de la segunda. El comentario de varios pasajes y aforismos del libro (algunos de los cuales son verdaderos chispazos de ingenio) puede ser una buena manera de tratar de arrojar luz sobre estas fascinantes cuestiones.
Dice Wagensberg (aforismo 425): “La ciencia no trata del porqué de las cosas, sino del cómo.” Esta idea, que me parece muy exacta, la desarrolla en los aforismos 426 al 431. En ellos nos dice que las preguntas del tipo por qué siempre llevan a los científicos a preguntas del tipo cómo, pero más profundas. Así, la gravitación de Newton “no explica por qué se atraen dos masas sino cómo lo hacen.” Einstein, al hacerse la primera pregunta, simplemente encontró “otro cómo más general”, que es precisamente su Teoría de la Relatividad General.
Es entonces cuando Wagensberg, con un salto en mi opinión injustificado, propone el aforismo que da título al libro: “A más cómo, menos por qué” [429]. ¿Qué significa esto? Considerada la afirmación aisladamente, nos sugiere que la pregunta por qué siempre está en retroceso, es decir, que pertenece a una fase más primitiva del pensamiento humano en todas sus modalidades, y no sólo en las ciencias naturales. Si la cotejamos con otros pasajes del libro, la impresión es ambivalente. No está claro (o al menos no me ha quedado claro a mí) el valor que el autor otorga a preguntarse el porqué de las cosas, y no simplemente el cómo. O dicho de otra manera, si Wagensberg admite la validez de la filosofía, en el sentido clásico, o si por el contrario la considera sólo como una especie de prolegómeno a la indagación científica (que sería el auténtico conocimiento), o una reflexión epistemológica acerca de ella.
El aforismo siguiente parece proponer una cierta reconciliación: “La física aspira a una teoría en la que, por fin (?), se abracen el cómo y el porqué de las cosas.” Pero sigue sin estar del todo claro si ese abrazo no es un abrazo del oso, es decir, si no se trata de una pura absorción de la segunda pregunta en la primera. Algo así como si al final nos diéramos cuenta de que el último por qué, descorrido el velo de la ignorancia, no era más que un cómo. El aforismo 431 no disipa esta ambigüedad, aunque pueda parecer lo contrario. Se pregunta el autor por qué debería haber una teoría final, y se responde: “Por inducción, por deducción, por intuición, por ética, por mística, por lógica... ¡por estética!” No nos aclara si la mística no es más que una confusa experiencia estética, una insatisfacción preliminar que puede resolverse de modo muy distinto a como de hecho espera el místico.
Varios aforismos anteriores al que he citado en primer lugar parecen abonar más bien la última interpretación. Es decir, la idea de que la religión, o el sentimiento religioso, serían valiosos y respetables sólo en tanto que prefiguran de algún modo la inquietud intelectual y estética que origina la ciencia. Dice Wagensberg: “¿Por qué? es una pregunta de urgencia.” (¿Una fase a superar?) O incluso que es un “eficaz sucedáneo del qué, del cómo y del para qué.” Sólo en el aforismo 408 parece conceder una cierta autonomía a la filosofía, pero sin gran convencimiento: “El qué es lenguaje, el cómo es ciencia, el para qué es tecnología y el porqué es, quizá, filosofía.”
Al respecto, son claves los aforismos 132-136. Según Wagensberg, comprender una realidad es “comprimirla dentro de una ley”, y a su vez, “comprender una ley es comprimirla dentro de otra ley”. Esto implica, lógicamente, el concepto de ley fundamental, es decir, aquella que “no se comprime en ninguna otra”, o dicho lapidariamente:
“Una ley fundamental es incompresible.”
O lo que es lo mismo:
“Una ley fundamental es incomprensible.”
Si comprender algo es comprimirlo dentro de una ley más general, forzosamente la ley más general de todas será incompre(n)sible. Ahora bien, en esta formulación late una cierta resignación positivista. O sea, el convencimiento de que lo máximo a que podemos llegar es a formular una Ley fundamental que dé cuenta de todos los fenómenos, pero que en sí misma no tendría razón alguna. Lo cual supone descartar a priori la solución teísta, es decir, la idea de que una Inteligencia creadora habría podido elegir entre distintas leyes fundamentales posibles, por puro amor a las criaturas que resultan de dicha elección. El precedente clásico de esta concepción es Aristóteles, que identifica el ser con el bien, partiendo significativamente de la pregunta por qué:
“La ciencia superior a toda ciencia subordinada (...) es aquella que conoce el porqué debe hacerse cada cosa. Y este porqué es el bien de cada ser, que tomado en general, es lo mejor en todo el conjunto de los seres.” (Metafísica, I, II.)
La ciencia moderna se edifica desde el rechazo a esta doctrina finalista. Pero la cuestión es si ese rechazo metodológico puede ser absoluto, es decir, ir también más allá de las fronteras de la ciencia.
La posición de Wagensberg es bastante más inequívoca cuando habla explícitamente de la religión; y mucho menos sutil. Así, el aforismo 123, sentencia, casi panfletariamente: “La plegaria prepara bien la mente para la mística y perfectamente bien para la obediencia debida”. El autor desarrolla su no muy original crítica del teísmo en aforismos posteriores y en el capítulo 2 del Epílogo. Así, dice por ejemplo que “Dios no puede ser a la vez bueno y omnipotente” [545], con lo cual resuelve (?) de un plumazo el más viejo problema de la teología, sin la menor discusión, sin considerar ni por un momento las soluciones que ofrecen desde antiguo los pensadores cristianos. Pero es en el epílogo donde expone una argumentación sobre la relación entre la fe y la razón que interesa especialmente analizar. Sostiene Wagensberg, pág. 152: “Los creyentes que creen en la razón (...) viven una contradicción crónica.” Esto es así, explica el autor, porque “el creyente tiende a asumir verdades que la realidad puede confirmar, pero nunca desmentir”. Ahora bien, prosigue,
 “creer en la razón equivale a asumir que la realidad es inteligible; es decir, la percepción de la realidad es útil, (...) sirve para construir verdades que una sola excepción puede pulverizar. (...) Con la razón se puede cambiar una creencia; he aquí la contradicción.”
No puedo estar más de acuerdo con la definición de que creer en la razón es creer en la inteligibilidad de la realidad. Y efectivamente, esto implica que tiene sentido tratar de comprender el mundo mediante la observación. La ironía de todo ello (que me parece que Wagensberg no percibe) es que la misma crítica que hacemos a determinadas verdades del creyente religioso (como la existencia de Dios y otras relacionadas) se la podemos aplicar al creyente en la razón. ¿Existe alguna observación que podría llevarnos a abandonar la creencia de que la realidad es inteligible? Si la respuesta es que no, el racionalista no se distingue del teísta, al menos en el sentido en que cree el primero. Y si la respuesta es que sí, entonces la idea de que la percepción es un medio para conocer la realidad carece de fundamento, porque la realidad no es inteligible.
En contra de lo que la mitología cientificista ha conseguido que crean millones de personas, la creencia en un Dios racional fue decisiva para que prendiera la llama de la revolución científica. El Creador omnisciente era la garantía de la inteligibilidad del mundo. El hombre podía llegar a comprender la realidad precisamente porque esta procedía de una inteligencia análoga a la suya, aunque fuera infinita. Pero además de esto, un supuesto esencial del método científico naciente era que Dios había podido ordenarlo todo “en una infinidad de distintas formas”, de modo que “sólo la experiencia y en modo alguno la fuerza del razonamiento [por sí sola], permite conocer cuál de todas estas formas ha sido la elegida.” (Descartes, Los principios de la filosofía, III, 46, Alianza Universidad, Madrid, 1995, p.149.)
En resumen: no sólo la creencia en Dios no es incompatible con la creencia en la razón (la  inteligibilidad del mundo), sino que la segunda procede históricamente de la primera.
Wagensberg, siguiendo con su contraposición entre fe y razón, incurre también en el viejo equívoco de asociar el teísmo con el primitivismo, “esa tendencia ancestral y universal de alejar la duda”, e incluso llega a especular con “un gen de la fe” (p. 154), que habría permitido sobrevivir a nuestros antepasados en un hipotético estado original de incertidumbre, ante un mundo que no comprendían. Pero ese legado genético, con el tiempo, se convertiría en una fuente de problemas. Según nuestro autor, los grandes progresos de la humanidad, como la abolición de la esclavitud o la liberación de la mujer[1], deben agradecerse a unos pocos que se atrevieron a dudar, y que se encontraron con la resistencia de “millones de creyentes de cientos de miles de religiones desde el amanecer de la humanidad hasta ayer mismo”.
Lástima que este emocionante relato sea tan tosco. Para empezar, aunque fuera cierta la existencia de una tendencia congénita a la credulidad, la idea implícita de que la creencia en Dios viene determinada por nuestros genes (y que por tanto sería irracional) se contradice con los datos de la historia. El monoteísmo surgió relativamente tarde y por vez primera en una sola cultura, la hebrea, hace quizás unos tres mil años. Y realmente no alcanzó su formulación más elaborada hasta pensadores como San Agustín; es decir, siglos después de que la filosofía clásica hubiera alcanzado su madurez.
En cuanto a aquellos que lucharon por abolir la esclavitud, como William Wilberforce y otros, sencillamente no es cierto que fueran personas que se atrevieron a dudar, sino todo lo contrario; generalmente fueron fervientes cristianos, convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta, eso que hoy molesta tanto al pensamiento relativista dominante. No deja de resultar significativa la posición de Wagensberg acerca de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que considera cercana a “un absoluto en materia de exigencia moral”. Dice:
“No conviene ser creyente ni siquiera en honor de tan hermosa idea, porque cualquier día caemos en la cuenta de que falta un nuevo derecho o un nuevo matiz.”
Lo de los “nuevos derechos” ya nos suena. En nombre de la “libertad sexual y reproductiva”, Occidente lleva décadas violando el más elemental de los derechos, el derecho a la vida de millones de seres humanos en edad embrionaria y fetal, esos que en otro aforismo Wagensberg considera que no son seres humanos reales “porque no existen seres humanos unicelulares, ni bicelulares, ni tetracelulares...” [650]. (¿Y por qué el número de células debería ser esencial en la definición de lo humano?)
Dividir el mundo entre creyentes y no creyentes es un viejo truco de quienes creen cosas opuestas a quienes llaman creyentes. Todo el mundo cree algo, con tanta más fuerza cuanto menos consciente es de ello, o cuanto más identifica su creencia con lo “racional” o lo “científico”. Y también, todos dudamos de algo. Yo, sin ir más lejos, suelo dudar de muchas cosas en las que creen los progresistas y los que se dicen agnósticos –aunque estos parecen tener ideas muy claras acerca de si hay otra vida, por ejemplo. ("Sé perfectamente a adónde iré cuando me muera", decía Wagensberg en esta entrevista.)
Joseph Ratzinger, muchos años antes de convertirse en Benedicto XVI, escribió algo que me parece una forma inmejorable de dejar por el momento estas reflexiones:
“De la misma manera que el creyente se siente continuamente amenazado por la incredulidad, que es para él su más seria tentación, así también la fe será siempre tentación para el no-creyente y amenaza su mundo al parecer cerrado de una vez para siempre. En una palabra: nadie puede sustraerse al dilema del ser humano. Quien quiera escapar de la incertidumbre caerá en la incertidumbre de la incredulidad, que jamás podrá afirmar de forma cierta y definitiva que la fe no sea la verdad. Sólo al rechazar la fe se da uno cuenta de que es irrechazable. (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Ed. Sígueme, Salamanca, 2013, pp. 38-39.)




[1] Sobre esto de la liberación femenina de una supuesta opresión milenaria, Julián Marías dijo cosas muy pertinentes: “Tienen [las feministas] la impresión de que la condición de la mujer ha sido horrible en todas las épocas; que ha estado oprimida y ha sido más o menos esclava. (...) Ahora, que las mujeres del siglo XIII encontraran tan horrible lo que les pasaba, esto habría que averiguarlo; las mujeres del tiempo de Cervantes ¿estaban oprimidas? Algunas sí, otras dirían que no. Es un error parecido al de los progresistas, que ven la historia entera de la humanidad como un largo proceso destinado a producirlos a ellos.” Julián Marías, La mujer en el siglo XX, Alianza Ed., Madrid, 1982, p. 19.