domingo, 5 de octubre de 2014

¿Existirán parlamentos en el futuro?

El parlamentarismo, en contra de lo comúnmente admitido, y pese a ostentar el honor de haber sido odiado por los totalitarismos comunista y fascista, presenta un inconveniente decisivo. La teoría clásica sostiene que es necesaria la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo, al igual que la separación entre estos dos y el judicial. En el mejor de los casos, esta se da de manera imperfecta, pero el problema no reside verdaderamente ahí, pues tal imperfección es consustancial a todo lo humano. El inconveniente fundamental del parlamentarismo consiste en que por sí mismo favorece la inflación legislativa, y por tanto la expansión del aparato estatal. Si reunimos durante varios meses al año a unos centenares de diputados en una cámara, no debería sorprendernos que estos acaben elaborando regulaciones y más regulaciones. Y a nadie puede escapársele que esto sólo puede redundar en merma de la libertad. Pues si bien esta sólo puede existir en el marco de la ley y la seguridad jurídica, la constante proliferación normativa tiene en algunos aspectos unos efectos no distintos de la ausencia de leyes, ya que el ciudadano acaba siendo incapaz de prever qué será lícito o ilícito mañana o pasado mañana, en función de los vaivenes ideológicos de los legisladores.

Un Estado Mínimo [1], reducido a las funciones de seguridad y defensa, podría ser democrático, y mantener la separación entre el poder ejecutivo-legislativo y el judicial (que es la que realmente importa) sin necesidad de un parlamento. Sólo se requeriría una constitución que restringiera severamente las competencias del Estado y que fuera difícil de reformar. Bastaría un texto de no más de una decena de artículos, o incluso menos. El gobierno podría tener la iniciativa legislativa (como de hecho ya la tiene hoy, en la mayoría de países democráticos), pero esta se encontraría muy limitada por la propia constitución y por el poder judicial, que debería avalar la constitucionalidad de todas las leyes. El máximo órgano judicial o Consejo Constitucional, debería ser, por supuesto, completamente independiente del gobierno, y estar integrado exclusivamente por jueces profesionales, no por simples juristas ni mucho menos políticos.

El gobierno podría ser elegido democráticamente por un período breve, por ejemplo de dos años, y sin posibilidad de reelección consecutiva. La renovación frecuente de los gobernantes dificulta que determinados abusos del poder político se enquisten, y además le resta parte del irresistible atractivo que ejerce sobre los más ambiciosos. Por supuesto, las elecciones deben celebrarse en una fecha fija, como en los Estados Unidos. También debería limitarse el poder legislativo del gobierno mediante referendos vinculantes sobre los temas más importantes.

Herbert Spencer ya alertó sobre el excesivo poder de los parlamentos, en su memorable alegato El hombre contra el Estado. Una de las grandes supersticiones políticas de nuestro tiempo es aquella que liga el parlamentarismo con la democracia y el Estado de derecho. En España, con diecisiete parlamentos además del nacional, esta superstición ha resultado especialmente nociva. Quiero creer que en un futuro nuestros descendientes se asombrarán de la reverencia que hoy prestamos a trescientos individuos, sostenidos por el erario público, que se reúnen durante meses para encontrar siempre nuevas formas de complicar nuestras vidas. Seguramente esa reverencia les parecerá tan incomprensible como a un republicano se le antojan los sentimientos monárquicos.

[1] Juan Ramón Rallo, en Una revolución liberal para España, Deusto, 2014, realiza una propuesta de un Estado Casi Mínimo, desde un punto de vista económico, enormemente sugestiva.