Se supone que vivimos en una sociedad donde el nivel de alfabetización roza el 100 %. Una sociedad donde hay acceso universal a la educación primaria y secundaria, donde hay total libertad de expresión y de circulación de ideas, donde cualquiera puede acceder a información prácticamente ilimitada apretando un botón en su ordenador o en su teléfono móvil. Y donde, por ahora, siguen sin faltar los métodos tradicionales, como leer la prensa del bar o escuchar la radio, por no hablar de la tele omnipresente. Vivimos, se supone, en una sociedad donde es posible debatir y argumentar sobre lo que se quiera, y donde todo el mundo puede participar en cualquier debate, mediante cartas a los periódicos, blogs y redes sociales.
Pues bien, siendo todo esto así, resulta que un buen día, unas lunáticas deciden transmitir un mensaje de la siguiente manera: Se pintan en su torso una frase criminal y cretinoide como "El aborto es sagrado" e interrumpen, gritando desnudas, una sesión del Congreso de los diputados. Y se sienten orgullosas de su hazaña.
Su objetivo, desde luego, es muy claro: que se hable de ellas. Y esto desde luego lo han conseguido, incluyendo, muy a su pesar, al autor de este blog. ¿No sería mejor ignorarlas? El dilema es perverso: o bien replicamos intelectualmente la mamarrachada (con lo cual, involuntariamente, estamos de algún modo elevando su categoría) o bien la despreciamos, con lo cual permitimos que cada vez haya menos sitio en el espacio público para otras cosas que no sean la grosería, la estupidez y la canallada. Una opción puede ser tomárselo todo a guasa, componiendo sátiras lo suficientemente mordaces. Pero aunque esto sin duda es necesario y saludable, no me parece suficiente, pues puede transmitir la impresión de que no hay aquí un problema serio. Y desgraciadamente sucede todo lo contrario: actos como el referido son un síntoma de una degradación del debate público que viene de muy lejos, pero que por momentos parece no tener fondo. Ignoro hasta dónde podemos llegar en cuanto a zafiedad e imbecilidad, pero debemos preguntarnos con todo el rigor que sea posible cómo hemos llegado hasta aquí, si queremos empezar a revertir la situación.
Hay una cosa que está clara. Si para que se hable de alguien es necesario desnudarse y gritar frases que no superan el nivel de la subnormalidad, esto significa que todos esos medios y recursos comunicacionales a los que me refería están completamente infrautilizados. Tenemos más posibilidades que nunca para debatir racionalmente sobre todo lo humano o lo divino: sobre si la vida es sagrada, como defendemos los católicos, basándonos no sólo en nuestra fe en la Escritura y el magisterio de la Iglesia, sino en siglos de pensamiento cristiano, desde Agustín a Ratzinger; o si por el contrario todo valor moral es meramente convencional, como aseguraban los antiguos sofistas y Bertrand Russell. Sin embargo, el debate (por así llamarlo) se centra en si es correcto o no que unas energúmenas interfieran en pelotas en el parlamento.
Naturalmente, muy poca gente lee a Russell, y menos aún, posiblemente, a San Agustín. En el mejor de los casos, la gente lee columnas de opinión escritas por periodistas e intelectuales que es más probable que hayan leído al primero, e incluso a veces también al segundo, aunque no me hago excesivas ilusiones. Pero en estas columnas (al igual que en la mayoría de tertulias de radio y televisión) rara vez se vislumbran remotamente las fuentes del pensamiento clásico y contemporáneo. En general son ejercicios más o menos brillantes de distinción grosera entre un nosotros y un ellos, en los cuales ellos son, por supuesto, la derecha cavernícola y patriarcal. En definitiva, los intelectuales, en lugar de tratar de elevar el nivel intelectual de las masas, lo que han hecho es rebajarse a la pobre idea que tienen de ellas, en un claro ejemplo de círculo vicioso que sólo sirve para alimentar la degradación tanto de la masa como de la supuesta élite.
El resultado no es que las energúmenas tengan su minuto de gloria (que también), sino que cada año son abortados en España (aunque el problema es ciertamente mundial) unos cien mil nonatos. Y en parte hemos llegado a esto porque los intelectuales han hecho dejación de sus funciones, limitándose a transmitir "mensajes" y consignas que no requieren apenas esfuerzo, y que además son agradables y halagadores para muchos. Después de todo, puede que no haya tanta diferencia entre los gritos de cuatro guarras enseñando las tetas y las tonterías que a diario pronuncian y escriben, desde tribunas privilegiadas y en horario de máxima audiencia, personas indignas de los puestos que ocupan en la sociedad.