lunes, 14 de junio de 2010

La igualdad contra el progreso

El crecimiento del Estado se ha pretendido justificar con las políticas de redistribución, que supuestamente transfieren parte de las rentas de los ricos a los más pobres. Generalmente, la crítica que se hace a este método consiste en que no consigue su objetivo. Se ha dicho, con razón, que el peso de los impuestos recae en las clases medias, y no en los verdaderamente ricos. También se ha afirmado que la redistribución tiene un efecto desincentivador de la inversión, pues a partir de cierta presión fiscal, el empresario pierde motivación por seguir ampliando su negocio, lo que se traduce en un menor crecimiento de la riqueza nacional, y por tanto en un menor nivel de vida de la población. Asimismo, los aparentes beneficiarios de la redistribución (como receptores de subsidios y prestaciones sociales) también pueden verse desalentados al trabajo productivo y al ahorro, lo cual los coloca en una precaria situación de dependencia de un Estado del Bienestar cuya sostenibilidad futura es dudosa.

Todo esto es cierto, pero elude la cuestión esencial: si la igualdad, aparte de factible, es realmente deseable. (Conviene precisar que por igualdad me refiero a la nivelación de rentas, no a la igualdad ante la ley, de la que no hablo aquí y que en todo caso considero indiscutible.) Para responder a ello, debemos distinguir entre dos conceptos lógicamente independientes, que son el aumento del nivel de vida (lo que llamaré progreso) y la tendencia a la nivelación de las rentas de los ciudadanos. De esta distinción nacen, pues, no una, sino dos cuestiones lógicamente independientes: ¿Es deseable el progreso? y ¿es deseable la igualdad?

En ambos casos, se han dado respuestas contrapuestas. Generalmente, la mayoría de personas, sobre todo las de posición social más modesta, tenderán a responder afirmativamente a la primera pregunta. El deseo de mejora es universal, y acaso sea tanto más intenso cuanto mayor sea el grado de insatisfacción presente. (Los pobres necesariamente han de depositar más esperanzas en el progreso que los ricos.) Pero con todo existen excepciones. Siempre ha habido personas, en todas las civilizaciones, que han renunciado a los bienes materiales, creyendo encontrar la felicidad precisamente en la anulación de los deseos mundanos.

En cuanto a la segunda pregunta, posiblemente también nos encontraríamos con una adhesión mayoritaria a los ideales igualitaristas. Pero en cuanto descendemos a los casos concretos, las actitudes de la gente no parecen tan coherentes con una condena de la desigualdad per se. Si la crítica a los ricos ha sido un motivo muy extendido en nuestra cultura, al menos desde Jesús, también es cierto que el pueblo ha tendido tradicionalmente a ser mucho más tolerante con las ostentaciones de los reyes y de la aristocracia, actitud que en tiempos modernos se ha desplazado en gran medida hacia personajes públicos como las estrellas del cine o de la música. Podríamos decir, por tanto, que la gente no está tanto en contra de la desigualdad, como de la riqueza supuestamente inmerecida, actitud en la cual sin duda intervienen ciertos prejuicios atávicos contra el comercio y el préstamo a interés.

A fin de intentar hallar una respuesta a ambas preguntas, puede ser muy útil plantearnos una cuestión previa: ¿Son compatibles los ideales del progreso y la igualdad? Sea cual sea la respuesta, quizás no demostraría si el progreso y la igualdad son buenos o malos; pero en el caso de la respuesta negativa, al menos sabríamos que deberíamos elegir entre el uno o la otra.

Tenemos una respuesta empírica a esta cuestión. Todos los regímenes donde la nivelación de rentas se ha querido imponer, han resultado catastróficos desde el punto de vista del crecimiento económico, y no sólo desde éste. En cambio, allí donde se ha respetado en gran medida la libertad de mercado, el nivel de vida de la mayor parte de la población ha aumentado de forma espectacular, tanto en el sentido puramente cuantitativo (mayor poder adquisitivo) como en el cualitativo (acceso a innovaciones tecnológicas que en el pasado no disfrutaron los ricos, ni siquiera los príncipes.) Sin embargo, los partidarios del igualitarismo siempre pueden objetar que esos ejemplos no son concluyentes, debido a errores de los dirigentes, o al sabotaje de sus enemigos externos o internos. Esta última es la justificación con la cual se defienden todas las dictaduras de la acusación de hundir a sus países en la miseria.

Ahora bien, existe un razonamiento puramente lógico, independiente de la experiencia, que nos lleva a concluir que el progreso y la igualdad son incompatibles. La primera aproximación a este razonamiento ya la anticipábamos antes, cuando decíamos que la presión fiscal con fines redistributivos desincentiva la inversión. En su forma extrema, cuando la propiedad privada queda abolida, desaparece cualquier motivación para la productividad que no sea la pura coacción. El ejemplo histórico más nítido fueron las colectivizaciones agrícolas en la Rusia soviética, que condujeron al hambre por el derrumbe de la producción, y a que la URSS tuviera que importar cereales del enemigo capitalista. Este argumento ya lo expuso Aristóteles en su crítica de la república platónica, donde afirma que los hombres se cuidan menos de los bienes públicos que de aquellos de los cuales gozan individualmente. O como decían los ciudadanos de los regímenes comunistas: “Nosotros hacemos como que trabajamos y ellos [los dirigentes] hacen como que nos pagan.” Pero conviene refinar más esta argumentación, despojándola de consideraciones psicologistas, que los marxistas pretendieron rebatir aduciendo que la naturaleza humana no es una constante, sino una variable de la estructura social.

Los seres humanos se esfuerzan cuando perciben que de esta manera conseguirán mejorar su condición presente. Pero el progreso quedaría muy limitado si solo se basara en el trabajo. Para que el progreso sea indefinido, es necesaria la innovación tecnológica, en el sentido más amplio de la palabra, que va desde la exploración de nuevas rutas comerciales hasta los avances técnicos más punteros en los campos de la ingeniería, la medicina, etc. Ahora bien, toda innovación tecnológica en sus inicios es solo accesible a una minoría, porque no se han desarrollado o perfeccionado suficientemente los métodos de producción, ni la demanda que estimule a invertir en ellos. De ahí que una sociedad de iguales no podría progresar más allá de la mera intensificación del esfuerzo laboral; no existiría nadie con capacidad para apostar –tanto en el papel de consumidor como de emprendedor– por las innovaciones. Cuando surgieron los primeros teléfonos móviles, sólo una minoría de altos ejecutivos podía acceder a ellos, por su elevado coste. Ahora los manejan hasta los niños. Pero si esa minoría de superiores ingresos y necesidades, que financió con su consumo los primeros aparatos, no hubiera existido, la telefonía móvil de uso masivo no hubiera llegado a desarollarse jamás.

Algunos replican a esto que el teléfono móvil, como muchas otras creaciones del capitalismo, es en realidad un ejemplo de necesidad artificial que no nos hace más felices, sino que nos encadena más férreamente a una sociedad consumista que sólo beneficia realmente a los capitalistas, los verdaderos creadores de tales necesidades. Sin embargo, este argumento plantea el problema de quién decide cuáles son las necesidades verdaderas: ¿los individuos de manera descentralizada o un comité de “sabios” (burócratas)? Cuando en el paleolítico alguien descubrió la cocción, sin duda creó una necesidad nueva, que antes no existía porque se consumían los alimentos crudos. Podríamos discutir si desde entonces la felicidad humana ha aumentado o disminuído, pero en cualquier caso, lo cierto es que en la medida en que el progreso terminó conduciendo al surgimiento de la civilización, esto supuso el fin de la igualdad de la horda primigenia.

Formulémoslo de otra manera. Imaginémonos que tratamos de imponer la igualdad, la nivelación de las rentas por la fuerza. Evidentemente, sólo hay tres maneras de hacerlo, o bien aumentando las de todos hasta el nivel de los más ricos, empobreciendo a todo el mundo hasta el nivel de los más pobres, o empobreciendo a unos y enriqueciendo a otros a un nivel intermedio. Ahora bien, nótese que de estas tres posibilidades lógicas, la primera es materialmente imposible. En cualquier momento de desarrollo dado, es inconcebible que toda la sociedad pueda acceder al nivel de vida de los más ricos. Imaginemos que todo el mundo pretendiera tener avión privado. Seguramente no habría suelo suficiente para construir las pistas de aterrizaje requeridas, ni trabajadores cualificados para construir tantos aviones, ni alcanzarían las materias primas para fabricarlos, ni darían abasto las academias de vuelo, etc, salvo quizás que detrayéramos todos estos recursos de otros sectores productivos. Esto es algo muy distinto de afirmar que exista un determinado modo de vida que por siempre será inaccesible al pueblo. Hoy no podemos imaginar qué avances se producirán en el futuro, tales que volar individualmente de un punto a otro del planeta se convirtiera en una actividad trivial accesible a casi todo el mundo, como hoy lo es viajar por vías terrestres con vehículos a motor. Pero el hecho es que con la tecnología actual, resulta imposible.

La igualdad, por tanto, sólo puede imponerse igualando por abajo a una parte de la sociedad, nunca por arriba. Es decir, necesariamente habrá que reducir el nivel de vida de aquellos que, por sus superiores ingresos, son capaces de estimular la introducción de novedades y de productos de calidad superior, como las obras de arte que luego acaban beneficiando a toda la sociedad. Los igualitaristas replican a esto que esa función de impulsor de la innovación y de mecenas la puede realizar el Estado, pero entonces simplemente estamos sustituyendo la clase de los “ricos”, a los cuales acabamos de desposeer, por una nueva clase de administradores, cuya posición no se basa en su habilidad para satisfacer la demanda de los consumidores, sino en el medro político. Se concluye, pues, que la igualdad no es posible, salvo que renunciemos al progreso.

Cierto es que en nuestra cultura cristiana hemos sido educados para no ver con buenos ojos la coexistencia de la pobreza y la riqueza. La mayoría no podemos evitar experimentar un rechazo moral al hecho de que en los países avanzados existan hoteles para perros, mientras algunos seres humanos viven sin techo. Sin embargo, el razonamiento nos indica que si pretendemos erradicar políticamente la desigualdad, acabamos perjudicando más a los pobres, pues les negamos la posibilidad de mejorar. El progreso sólo es posible gracias a las desigualdades sociales, que impulsan cambios que por su propia naturaleza, sólo pueden ser al principio de alcance minoritario, aunque luego se extiendan al resto de la sociedad.

Aunque suene paradójico, esto refuerza la importancia de los valores morales, que en el caso occidental, son inseparables del legado judeocristiano. El hecho de que nos escandalice la pobreza es un sentimiento loable, pero en cambio no lo es que nos lleve a defender, para combatirla, métodos ineficaces y contraproducentes. Por eso, en un mundo donde la desigualdad es inevitable (si queremos progresar) los valores cristianos de solidaridad y compasión juegan un papel crucial, porque contribuyen a paliar los efectos más indeseables de esa desigualdad, como que mueran niños por falta de atención médica o desnutrición. En cambio, es la redistribución estatal la que con frecuencia, además de no realizar la igualdad, tiende a disgregar esos principios morales, exonerando a los individuos de su responsabilidad, y desprestigiando conceptos como la caridad y la ayuda desinteresada dentro de la familia.

Así pues, cuando alguien se defina como “progresista”, sería bueno interrogarle acerca de su idea de la igualdad, para saber si su progresismo es real, o solo estético y voluntarista. Probablemente descubriríamos que quienes se suelen calificar orgullosamente de esa manera son quienes menos favorecen con sus ideas el progreso, esto es, la mejora del nivel de vida de la mayor parte de la población.